El vecino país de Haití vuelve a ser centro de atención mundial tras el asesinato brutal del presidente, Jovenel Moïse, la madrugada del miércoles, por un comando armado que penetró a su residencia en Puerto Príncipe, en un hecho en que resultó herida de gravedad su esposa, Martine Moïse.
La tragedia política, social, humana e histórica del pueblo haitiano comenzó como un canto de esperanza en este lado del mundo, que luego devino en caos y el cual no acaba de hallar su lugar hasta la fecha en el concierto de naciones civilizadas en el siglo XXI.
El pueblo haitiano es digno de mejor suerte y su destino debe estar en sus manos. No en la voluntad de las pandillas violentas que controlan la vida en Puerto Príncipe. Ni tampoco en la comunidad internacional, cuya inercia frente a la crisis permanente haitiana agrava la situación, perpetua la inestabilidad y la incertidumbre.
Es demasiada la inversión financiera extranjera que, durante muchos años, se ha dedicado a Haití para mejorar sus condiciones de vida y cuyos resultados distan mucho de ser los deseados; mientras el ciclo de violencia se recrudece, y se juega a buscar culpables.
Es tiempo de que la comunidad internacional y el pueblo haitiano decidan de una vez y por todas qué hacer con Haití para que supere de alguna manera la pobreza, la desigualdad, el desamparo y el egoísmo de quienes defienden sus intereses y no el común promisorio.
De lo contrario, el presente y el futuro de Haití continuará siendo lo que ha sido desde 1804, la historia de nunca acabar.