Quebrar el ambiente de impunidad con la fuerza de una Justicia independiente es una de las estrategias más vigorosas para devolverle a la ley su espacio y peso coactivo.

Por José Luis Taveras*

Remover un modelo cultural arraigado es una tarea titánica, sobre todo cuando la resistencia es más poderosa que la voluntad de cambio. La corrupción ha impuesto patrones inmutables en la gestión pública: desde menudos sobornos (borona) para agilizar trámites burocráticos hasta la creación de complejas redes de defraudación; desde los veinte pesos traficados por debajo de viejos escritorios hasta los miles de millones de pesos en sobrevaluaciones de obras viciosamente adjudicadas.

La corrupción ha sofisticado sus perfiles operativos, ha constituido una nueva clase social y ha centuplicado por millones su impune rentabilidad. Bajo su sombra ha crecido una “economía sumergida” con impreciso impacto en el producto interno bruto.

Los contrapesos para contenerla han sido ridículos. Este es el día en que en la República Dominicana no existe una agencia especializada anticorrupción con autonomía jerárquica, presupuestaria ni administrativa; peor: nos ata una legislación penal con un catálogo de delitos y crímenes según los modelos franceses del siglo XIX. No contamos con un régimen penal coherente, actualizado ni uniforme que sancione los complejos estándares delictivos en materia de corrupción. Tenemos un proyecto de Código Penal atascado por dos décadas en el Congreso porque ningún Gobierno ha decidido empujar su aprobación. El Ministerio Público tiene muchas veces que hacer estiramientos forzosos para poder encuadrar prácticas modernas de delincuencia económica en tipos penales de épocas feudales.

Resulta vergonzoso admitirlo, pero es así: mientras casi todos los países de la región han adecuado sus legislaciones anticorrupción, en el nuestro no existen tipificaciones que ya son corrientes en tales contextos, como la prestación de actos administrativos en provecho propio, la recepción de compensaciones ilegítimas, la sobrevaluación o precio irregular de las obras y servicios del Estado, el pago irregular de contratos administrativos, entre otros. Las pocas tipificaciones penales modernas, especialmente en materia de contrataciones públicas, se diluyen en sanciones administrativas. Si a eso se le suma un Estado con escasos controles, dominado por la discrecionalidad como herencia de una cultura autocrática, el resultado es una de las sociedades públicas más impunes del mundo.

Con expresión de reprimida impotencia le he escuchado al presidente Luis Abinader decir que entre los hallazgos descubiertos al recibir la administración del Estado se encontraron ministerios con grandes presupuestos hasta con cinco años sin ser auditados por la Cámara de Cuentas como algo muy natural. En algunos encuentros he percibido su pesada frustración por no tener en el Gobierno los controles deseados y a los que estaba acostumbrado como pasado gerente de empresas privadas. Ese “trauma” y su visión lo han empujado a un modelo de gestión personalizado y de delegación supervisada con reuniones que consumen sus fuerzas. Su agenda de trabajo es intensa y extensa; siempre cruza las doce de la noche despachando, con escasos descansos dominicales.

En la prevención y sanción de la corrupción nos falta prácticamente todo. Un gobierno que logre aproximarnos a un sistema de control adecuado habrá hecho mucho porque la situación ya toca términos irreversibles. El plan de reformas institucionales anunciado ayer por el presidente Luis Abinader nos pone en perspectiva, tras décadas de frías desatenciones, mas no será suficiente. Los marcos legales son básicos y necesarios para encaminar objetivos troncales, pero estos se convierten en piezas poéticas sin una gestión consistente de buenas prácticas que inspire su obediencia.

La resolución de un gobierno para perseguir la corrupción y rescatar el imperio de la ley tiene el valor de miles de instituciones juntas. En sociedades quebradizas, como la nuestra, el ejemplo de una sanción responsable es más disuasivo que cualquier otra señal. El morbo que crean los espectáculos judiciales es efímero; las valoraciones políticas de las actuaciones judiciales se derrumban cuando los procesos revelan la verdad de las cosas; las distracciones tienden a diluirse con el tiempo, sin embargo, el temor que se aloja en los funcionarios actuales al verse en el espejo de una sentencia de condena ajena es permanente y tan poderoso como el propio mandato judicial.

Quebrar el ambiente de impunidad con la fuerza de una Justicia independiente es una de las estrategias más vigorosas para devolverle a la ley su espacio y peso coactivo. Islandia, Singapur y países del sudeste asiático fueron ejemplos de naciones que hicieron el tránsito del subdesarrollo al progreso civilizado de la mano de esta determinación; obvio, en algunos casos hubo excesos injustificables de autoridad. Una ley penal no intimida cuando no hay una autoridad responsable que exija su cumplimiento o garantice la eficacia de sus sanciones.

La persecución judicial es una espada de doble filo: la población se hace consciente de los perjuicios generados por una corrupción políticamente protegida y los funcionarios del Estado cuidan sus pasos. Esto sin considerar el efecto aleccionador que causa en los sujetos condenados. Las primeras revelaciones de la Operación Anti Pulpo colocan a una sociedad mayoritariamente escéptica o apática en otra actitud cuando compara el derroche y la distracción de fondos con los impuestos o servicios públicos caros e ineficientes que tiene que pagar. Esa comprensión, por no decir conciencia, se irá robusteciendo con los casos que entran en proceso de investigación y cuando conozca las profundidades de las estafas.

El reto de Abinader es su propio Gobierno. Cualquier ambivalencia o relajamiento en esa determinación le hará perder el control, sobre todo con un gabinete tan diverso donde hay funcionarios que vienen de años sin una ocupación relevante o quieren consolidar sus proyectos empresariales desde el Gobierno. Su esfuerzo se duplica, pero no puede ni debe negociar con eso. Todos los días debe andar con el decreto de cancelación y el teléfono de la Pepca en mano, dispuesto a defender sus empeños y la imagen de un Gobierno vendido con las marcas de la honestidad y la transparencia. Creo en la sinceridad de su alto compromiso y entiendo que el mejor servicio ciudadano a su favor es la vigilancia cercana y responsable. Un fracaso en ese logro será políticamente castigado con más rigor que los pasados gobiernos. De manera que el pulpo tiene suficientes brazos para portar espejos.

*Abogado y escritor. Artículo publicado En Directo, Diario Libre, 10 de diciembre, 2020.