Es interesante ver como la admiración por Biden parece ser mayor fuera que dentro de Estados Unidos, donde incluso en los medios progresistas, que son mayoría, hay modestos intentos de objetividad.
Washington, Diana Negre
Desde que un presidente demócrata ocupa la Casa Blanca, los medios informativos norteamericanos, seguidos fielmente por los centenares de corresponsales extranjeros que trasladan las opiniones del Washington Post y del New York Times a sus respectivos países, ha cambiado notablemente de tono: ahora domina el respeto por el nuevo mandatario, se siguen devota y dócilmente las instrucciones y recomendaciones de portavoces y funcionarios y los ditirambos por Biden llenan los artículos de opinión y hasta las crónicas que teóricamente se dedican a informar.
Es interesante ver como la admiración por Biden parece ser mayor fuera que dentro de Estados Unidos, donde incluso en los medios progresistas, que son mayoría, hay modestos intentos de objetividad. Seguramente que la línea adoptada por el gobierno norteamericano encaja mejor con los ideales europeos que con la opinión general de su propio país.
Lejos quedaron las conferencias de prensa en que los periodistas competían en sus ataques contra los portavoces de Trump, o incluso contra el propio presidente Trump quien no tenía reparos en responderles con su misma moneda. Aunque en estos momentos, sería difícil para nadie comparar una comparecencia de Trump con una de Biden, pues el actual presidente apenas se presenta ante los medios informativos y, cuando lo hace, todo está estructurado para evitar preguntas que podrían sorprender al nuevo ocupante del Despacho Oval.
Si alguien se fijara en la línea política seguida por Biden y la comparara con sus promesas electorales, la disparidad sería evidente. Aunque no haya mucho por comparar, porque Biden fue tan huidizo durante la campaña electoral como en estos primeros dos meses de presidencia. Probablemente fue una excelente táctica: cuanto menos hablaba Biden, más campo le dejaba a su rival Trump para sus excesos de verborrea, que eran una buena ayuda para cualquier rival.
Ahora, Biden anuncia propuestas más allá de lo que parecía su programa electoral, como unas medidas muy fuertes para la protección ambiental, que generan aplausos entre algunos grupos dentro del país y un auténtico entusiasmo fuera, además de subirse al carro de la lucha contra el racismo y la brutalidad policial y de apoyar algo de gran trascendencia para la vida política del país, que son los intentos de ampliar el número de estados norteamericanos y modificar el Tribunal Supremo.
En estos últimos puntos, hay que comprender que ampliar el número de estados (convirtiendo en estados la capital federal o Distrito de Columbia, además de Puerto Rico que se hoy un “estado libre asociado”) garantizaría por largo tiempo la mayoría demócratas en el Senado, pues le daría cuatro escaños progresistas, además de añadir por lo menos 3 más a la Cámara de Representantes. Como contraste, recordemos que Estados Unidos amplió hace décadas el número de sus estados al añadir Hawaii y Alaska, pero los legisladores llegaron a un acuerdo porque uno era y sigue siendo de tendencias demócratas (Hawaii), mientras que Alaska es fielmente conservador.
En cuestión de racismo y brutalidad policial, poco hay que oponer y Biden tiene garantizado el aplauso que recibe. ¿Quién, a ambos lados del Atlántico, defendería el racismo? o ¿Quién desearía una policía violenta que ponga en peligro la vida o la salud de los ciudadanos?
Pero las perspectivas son diferentes en América. En parte, porque las condiciones de la sociedad norteamericana son diferentes de las que imperan en los países europeos donde generan el mayor entusiasmo. Y ello se debe tanto a los porcentajes de delincuencia, como a la posesión generalizada de armas de fuego. Esto último es algo garantizado por la segunda enmienda de la Constitución: “Una milicia bien estructurada es necesaria para la seguridad del Estado y, por tanto, no se debe limitar el derecho individual a tener y portar armas”.
Semejante frase podría considerarse como una rémora de la época colonial, o de los primeros tiempos de un joven estado que debía defenderse de sus vecinos, ya fueran las tribus indias, las colonias francesas o el Imperio Español con el que compartía el Continente, pero no fue así y el Tribunal Supremo lo entendió como un derecho casi ilimitado a la tenencia de armas que son hoy en día más abundantes que el número de pobladores de este vasto país.
En cuanto al “racismo sistemático” es un excelente caballo de batalla para mantener la fidelidad de los sectores más progresistas, pero las estadísticas no confirman semejante tendencia, sino que demuestran como la discriminación racial ha disminuido y es cada vez menor.
Pero el mayor ejercicio inútil es el del medio ambiente. Estados Unidos solo es responsable del 15% de las emisiones mundiales de carbono: tanto Europa como EEUU han reducido sus emisiones en los últimos 15 años, gracias a que han ido substituyendo el carbón por gas y energías renovables. En cambio, el gran emisor, que hoy en día es China ni siquiera acepta tomar medida alguna antes del año 2030, según lo firmado en la Cumbre de París del 2015.
Las promesas hechas por Biden probablemente no son constitucionales, pues él no tiene el poder de imponer las medidas que ha prometido sin consultar a legisladores y a los diferentes estados. EEUU no es China y tiene que respetar una serie de normas. Es seguro que se enfrentaría a múltiples obstáculos legales para eliminar las plantas energéticas de gas, o para multiplicar por 6 la producción de energía eólica o solar.
Una muestra de estas trabas apareció ya en Nueva York, un estado que difícilmente puede calificarse de conservador, cuando los pescadores, los armadores de los barcos que transitan por sus aguas y los vecinos de las zonas costeras se opusieron a la proliferación de molinos de viento por el daño que hacen a la pesca, las dificultades de tránsito o la vista que sus carísimas residencias han tenido hasta ahora y están amenazados de perder.
Para darnos una idea de la dificultad que representaría reducir las emisiones todavía más, y en un plazo tan corto como los diez años prometidos por Biden, basta con señalar que la contracción económica causada por la pandemia las redujo en este año en un 21%, muy por debajo del 28% prometido por Obama en los Acuerdos de París.
Hay quienes ven en las promesas de Biden un talento maquiavélico para reducir las ventajas económicas chinas, pues obligar a ese país a adaptarse a las normas ecológicas occidentales, encarecería tanto los costos de producción que tendría un efecto semejante… a las medidas arancelarias de Trump.
Naturalmente, esto no se puede ni mentar, pues Trump es ahora todavía más innombrable que antes y cualquier parecido entre alguna de sus medidas y la realidad es…. como la “pura coincidencia” a la que se refieren las películas.
Lo cierto es que la divergencia entre la imagen electoral de Biden y su trayectoria política de medio siglo, hacen sospechar que su principal actuación es la de ocupar el Despacho Oval, pero que las decisiones las toman grupos que lo utilizan para poner en práctica sus propias políticas. Algunos creen que Bernie Sanders, un senador muy progresista quien estuvo el año pasado y en el 2016 cerca de la nominación demócrata, puede finalmente llevar a cabo su política a través de Biden. Otros piensan que los verdaderos gobernantes son Barak Obama y su equipo.
Apuntan al hecho de que varios de sus colaboradores están ahora en el poder, como la portavoz de la Casa Blanca Jen Psaki, pero esto podría deberse a que Biden fue vicepresidente con Obama durante ocho años y ha escogido a sus colaboradores entre las personas con las que ya trabajaba.
Difícil de saber por ahora, pero la conducta huidiza y la parquedad de Biden al enunciar cualquier cosa, refuerzan la sospecha de que figura más que decide, con la consiguiente pregunta de quién es el que manda de verdad.