Si se mira atentamente y sin pasión, la ascensión de Trump no ha sido más que el estallido electoral de un profundo y viejo descontento social.
Washington, Diana Negre
El paso de Donald Trump por la presidencia de los EE.UU. y la consiguiente crispación social del país no ha sido un episodio local, sino una espectacular señal de alarma para el mundo industrial. El fenómeno puede repetirse en cualquier lugar y momento y – quizá – con más crudeza.
Si se mira atentamente y sin pasión, la ascensión de Trump no ha sido más que el estallido electoral de un profundo y viejo descontento social. Síntomas de ese descontento causado por el creciente desequilibrio económico de la sociedad estadounidense ya se registraron tres o cuatro lustros antes, con la irrupción en la política de personajes estrafalarios con programas inverosímiles (como, por ejemplo, Buchanan o Ross Perot). En aquél entonces su impacto fue pasajero porque el descontento de un gran sector del país apenas comenzaba.
Con Trump, en cambio, ese descontento había alcanzado ya a casi a la mitad de la población y una intensidad enorme. Tan enorme que Trump fue el hombre del Partido Republicano con un programa que contradecía en muchísimo puntos la tradicional filosofía política del partido.
Hoy, con Trump echado de la Casa Blanca, uno puede creer que los EEUU han vuelto a la normalidad. La realidad, empero, es que la división sigue porque el desequilibrio sigue. Más aún: el fenómeno Trump es alarmante porque las causas que lo generaron en EEUU existen también en muchas naciones del mundo industrial. El contexto social, el marco político y las culturas varían –a veces mucho– de una nación a otra; pero los desniveles económicos y los desequilibrios sociales (con otro nombre: la injusticia social) son muy parecidos.
Y muy parecidas son las respuestas políticas, que en todas estas naciones han dado protagonismo a populistas extrafalarios, como Boris Johnson en Gran Bretaña, Erdogan en Turquía, Orbán en Hungría o Tsipras en Grecia, para citar a unos pocos. Y donde la cultura política de la nación dificulta el protagonismo de los “personajes límite” (límite con los valores democráticos, se entiende), brotan con inesperado vigor los partidos radicales.
En el mundo en vías desarrollo el panorama es mucho más sangriento porque la carencia de estructuras sociales sólidas y tradiciones democráticas lleva rápidamente a sustituir las urnas por las balas. Y así surgen allá fenómenos como el Estado Islámico, Al Qaeda, las guerras civiles de Libia y Siria o las infinitas asonadas de África.
Este panorama, que es cíclico a los largo de los siglos en todo el Globo, induce a pensar que los historiadores pesimistas tenían razón al decir que solo las grandes crisis generan grandes políticos y grandes reformas.
Lo que no han dicho esos historiadores es el precio – en vidas y sufrimientos humanos – de esas grandes crisis.