Algunos funcionarios son hipersensibles a las críticas; a otros les ponen nerviosos las redes sociales. Despachan con Twitter en línea.
Por José Luis Taveras*
Pocas veces oculté mis dudas sobre la destreza de las nuevas autoridades para gestionar eficientemente la crisis. Las adversas condiciones que escoltaron la instalación del nuevo Gobierno eran el mejor desafío a un desempeño que no prometía grandes logros. Poco a poco esas aprensiones se fueron diluyendo y mal que bien hemos salido de grandes apuros, aunque falta mucho por andar. No reconocerlo sería mezquino.
El tiempo corre a su manera y ya en dos meses el Gobierno estrenará su primer año. No me provoca anticipar balances, y menos en medio de una crisis tan cruda que nos obliga a transar por lo mínimo, pero creo que hasta el minuto en que escribo esto la sociedad le da el aval al presidente, favor que no se transfiere forzosamente a todo su gabinete, menos a su partido.
Luis Abinader se ha concentrado en atender prisas, motivar intenciones y hacer anuncios, pero no ha podido poner en marcha planes troncales de inversión pública, necesarios para el desarrollo y la reactivación económica. Basta considerar la modesta ejecución presupuestaria que en gasto de capital ha realizado el Gobierno durante el año.
Hay razones de todo cuño: desinformación sobre obras dejadas por la pasada administración; una cartera importante de proyectos inconclusos, pero con presupuestos agotados; contrataciones incumplidas; auditorías aplazadas o amontonadas; trabas jurídicas, algunas difíciles de revertir; insuficiencia financiera y de provisiones; inexperiencia para “cualificar” o “priorizar” el gasto corriente por parte de las nuevas autoridades. Obvio, entre todas esas razones se impone una como transverso: la falta de recursos, pero esta tampoco impide mostrar rendimientos.
No obstante, prevalecen otros condicionamientos de carácter gerencial que han afectado la eficiencia operativa del Gobierno. Una buena parte de los funcionarios no quiere tomar decisiones; late un temor inusitado para cerrar contrataciones y comprometer o ejecutar presupuestos. Ese cuadro ha dificultado la fluidez de las ejecutorias y le ha dado pesadez a la atención de importantes demandas públicas. Las validaciones burocratizan los procesos hasta retrasar las gestiones más ordinarias.
Algunos funcionarios son hipersensibles a las críticas; a otros les ponen nerviosos las redes sociales. Despachan con Twitter en línea. Así no se puede gobernar: o se es político o se es funcionario. El funcionario no está para caer bien; sirve “para funcionar” y, si es competente, conoce y asume sin vacilaciones los límites y riesgos de sus actuaciones. Despachar no tiene por qué implicar mayor responsabilidad que las consecuencias inherentes al acto, obvio, cuando se obra dentro de la legalidad.
Si alguien dirige o gestiona con temor o dudas es porque el cargo lo aventaja o tiene qué ocultar. Los funcionarios tampoco están para cuidarse; el cargo público obliga a exponerse, a someterse al escrutinio rutinario, a explicar, a rendir cuentas y a contestar requerimientos. Ahí reside la diferencia entre el burócrata y el servidor. Quien acepta un cargo público debe estar consciente de sus “comorbilidades”; si no puede convivir con ellas, entonces la puerta de entrada también sirve para salir.
En ambientes relajados algunos funcionarios no dejan de confesar sus apremios por el celo social; otros perciben que las acciones judiciales en contra de la corrupción les impone una camisa de fuerza. Pienso que ninguno de esos factores puede ser un constreñimiento para no regentar con diligencia. Es excusa que esconde incapacidades o quizás atenciones subyacentes no necesariamente insanas. Un buen ejecutivo sabe de qué y quién cuidarse, y si le quieren imponer tratos, líneas o concertaciones tiene abiertas tres opciones: la insubordinación, la denuncia o la renuncia. Punto.
Pero, al postre, no dejo de celebrar los efectos disuasivos de las persecuciones penales emprendidas, entre otras razones por haber puesto a repensar las intenciones de los funcionarios actuales con su cargo: en algunos les hace obrar con prudencia, lo cual es sano; en otros, les provoca frustración. Sin embargo, para los que saben a lo que legítimamente van, los riesgos de la gestión no les provocan sorpresas ni sus desempeños resultan dominados por el miedo o las inhibiciones, condiciones corrientemente derivadas de la incompetencia o la irresponsabilidad.
Lo que pasa es que muchos políticos han sujetado su proyecto de realización a un cargo. Los que no buscan fortuna pretenden notoriedad; los que tienen riqueza buscan poder; los que tienen poder quieren autoridad y los que no tienen nada piensan que les servirá todas esas oportunidades y una más.
Un cargo público es una noble ocasión para servir. Perder esa perspectiva es delirar. Nos acostumbraron al funcionario bon vivant, ese personaje hedonista, intocable y casi mítico que disfrutaba los goces del poder impunemente. Un político profesional que pasó de la bagatela a la fina joyería sin más quilates que una vieja militancia. Una celebridad social que trashumaba más en las pasarelas y los tragos que en el tenso ambiente ejecutivo.
Es el momento de pasar la página y olvidarse de esas añoranzas como crónicas de un pasado que debemos sepultar. El funcionario no es un príncipe; es un empleado. En contra de ese modelo votamos mayoritariamente y por culpa de tales excesos algunos hoy pasan por trances nunca creídos. A esta hora quizás cuenten una y otra vez sus dedos en un cuarto oscuro, caluroso y apretado, con barrotes de hierro… y mucho tiempo para pensar.
*Abogado y escritor. Artículo publicado En Directo, Diario Libre, 17 de junio, 2021.