Aquella república aportaba una novedad descrita por Tocqueville en su famoso tratado “Democracia en América”, que explicaba los principios de este nuevo orden desconocido hasta entonces, en que todos eran iguales ante las leyes.
Washington, Diana Negre*
En Estados Unidos, es frecuente que se refieran a ‘’La guerra de la revolución americana”, cuando hablan de lo que en realidad fue una guerra para independizarse del Imperio Británico.
La llaman así porque consideran que su independencia fue en realidad una revolución contra los principios autoritarios de la monarquía. Esta independencia les trajo algo tan revolucionario en aquellos tiempos como un gobierno democrático, basado en los principios del respeto a las leyes y la Constitución de la nueva federación de lo que eran entonces 13 estados.
Cuando estos trece estados se constituyeron en una nueva nación, los franceses que tanto les ayudaron aún no había tomado la Bastilla y miraban con sorpresa y curiosidad el experimento democrático norteamericano, hasta el punto de mandar a uno de sus intelectuales más brillantes, Alexis de Tocqueville, a estudiar el funcionamiento de la nueva república americana.
Aquella república aportaba una novedad descrita por Tocqueville en su famoso tratado “Democracia en América”, que explicaba los principios de este nuevo orden desconocido hasta entonces, en que todos eran iguales ante las leyes.
La república creció hasta convertirse en los Estados Unidos que conocemos hoy. Y este país parece dirigirse a una nueva Bastilla. Al igual que en su día los girondinos y los jacobinos franceses, también entre los norteamericanos hay quienes ven su Bastilla la plena realización de los ideales de hace dos siglos y medio, y quienes la ven como una renuncia a sus principios fundadores, además de temer que acabe con las libertades que lo han distinguido de otros países desarrollados.
Quienes lamentan el giro que parecen tomar quienes se aprestan a tomar la Bastilla americana, llámese Capitolio o Casa Blanca, piensan no se avecina un cambio que llevará a su plenitud los ideales de la Constitución norteamericana, sino que acabará con los ideales de libertad de quienes fundaron el país.
Según esta interpretación, los ideales que el país ha perseguido desde su nacimiento han sido motivo de orgullo y de imitación en países desarrollados: la presunción de inocencia, la libertad de opinión y de expresión. Temen que estos ideales queden supeditados a otros ideales que los nuevos revolucionarios consideran más importantes, aunque vayan contra los principios establecidos en la Constitución y que han informado las libertades de las democracias occidentales durante el último par de siglos.
Veamos, por ejemplo, el reciente conflicto con el aflujo masivo de inmigrantes indocumentados a las fronteras norteamericanas. Desde que el presidente Joe Biden llegó a la Casa Blanca en enero de este año, millares de ciudadanos del hemisferio creyeron que había llegado el momento de dirigirse al “Norte”, donde en vez de un presidente opuesto a más inmigración, como era Donald Trump, encontrarían los brazos abiertos de un fraternal Partido Demócrata que controla hoy ambas Cámaras del Congreso así como la Casa Blanca.
La realidad fue otra y miles de inmigrantes se encontraron bloqueados en la frontera y una buena parte de ellos fueron expulsados y repatriados a sus países. El caso que mayor atención atrajo fue el de 15.000 haitianos llegados al paso fronterizo de El Rio, en Texas, donde la policía migratoria les cortó el paso.
Estos incidentes son habituales, pero lo nuevo fue la reacción de nada menos que del presidente de Estados Unidos: Joe Biden, después de haber visto las imágenes transmitidas por diferentes canales de televisión, en que policías a caballo se enfrentaban a los inmigrantes se sintió profundamente impresionado y declaró “estos funcionarios lo pagarán”, es decir los declaró culpables sin necesidad de juicio y prometió castigarlos por su brutalidad, algo contrario a la presunción de inocencia que ha imperado hasta ahora.
Apenas hubo quejas por la reacción por la condena hecha por Biden sin necesidad de una sentencia judicial. Lo que dominó las noticias fue la supuesta brutalidad de la policía, algo discutible porque las imágenes sin contexto pueden crear impresiones falsas.
Mucho más extendido, tanto geográficamente como en tiempo, es el límite a la tradicional libertad de expresión, aunque realmente estos límites se aplican en general solamente a los conservadores. Hace ya años que grupos de estudiantes progresistas universitarios impiden la entrada a sus centros a figuras conservadoras: tan solo quieren oír a los “suyos” y califican de “fascistas” a cuantos se desvíen de su ortodoxia progre. Los decanos y presidentes de universidades ceden a las presiones estudiantiles, piden perdón a los alumnos, des invitan a los oradores y entonan el “mea culpa” por su falta de “sensibilidad” ante supuestos agravios a sus estudiantes hipersensibles.
Si semejante tendencia es inquietante, el riesgo se magnifica con las “redes sociales” en las que participan principalmente gente joven fácil de manipular y que, no solo ven confirmadas sus creencias por lo que estas redes transmiten, sino que en muchos casos han conseguido bloquear la aparición de opiniones contrarias.
No es nuevo que los medios informativos y académicos escoren a la izquierda, pero sí lo es que el presidente se les sume incondicionalmente, y más aún en el caso de Biden cuyos márgenes electorales fueron modestos y había hecho creer a los votantes que gobernaría desde el centro.
Su sorprendente comportamiento refuerza entre muchos conservadores la creencia de que Biden es tan solo una fachada que no gobierna, sino que se deja manipular por diversos grupos y que estos grupos están en la izquierda del Partido Demócrata.
Pero la política, aquí como en tantos otros lugares, tiende a ser pendular y en Estados Unidos, debido a sus dimensiones, el péndulo puede moverse de manera más brusca. Quizá por esto los progresistas tienen prisa: en poco más de un año, el país tiene elecciones parciales que pueden devolver la mayoría legislativa a los republicanos, lo que ataría las manos al presidente -y sus seguidores- demócratas.
De momento, el timón está en mano de organizaciones que prácticamente obligan a las empresas a subirse al carro progresista: las clases de “conciencia racial”, de “respeto al medio ambiente” o de “justicia social” son ya comunes en las grandes empresas que prefieren ceder a las presiones para “reeducar” a sus ejecutivos que verse víctimas de boicots y protestas….que reducirían sus ingresos y sus cotizaciones en la bolsa.
Pero, aunque de momento parece una posibilidad remota, es posible que el “fly over country”, es decir, la grandes extensiones del interior del país sobre las que vuelan, de costa a costa, las élites progresistas de Nueva York, Washington, San Francisco o Seattle, se sienta cada vez más impacientes y atajen los intentos de convencer a todos los norteamericanos de que son racistas y explotadores que tal vez deban pagar por los ultrajes pasados con compensaciones económicas a los descendientes de quienes, siglos atrás, fueron víctimas de unas circunstancias imperantes en todo el mundo.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.