En los años cincuenta la “guerra fría” tuvo dos episodios máximos: las guerras de Corea y la de Vietnam. Fueron conflictos sangrientos, crueles y psicológicamente extenuantes por su duración.
Madrid, Valentí Popescu
La doble crisis postsoviética – Bielorrusia y la confrontación ruso-ucraniana – está evidenciando la más sorprendente debilidad del mundo atlántico: pese a ser de largo la mayor fuerza militar del mundo, rehúye la guerra más que nadie.
En realidad, esta actitud no es de ahora. Ya en los años más tensos de la “guerra fría”, la República Federal Alemania (RFA) resolvía preferentemente sus desavenencias políticas internacionales echando mano de la chequera. Porque, enriquecido con el “milagro alemán”, el país estaba seguro de conseguir mucho más pagando que luchando. Claro que en el contexto de la época, la RFA se sentía muy segura bajo el escudo militar de los EE.UU. y la OTAN.
Lo que sí es de ahora es el empeño de los propios EE.UU. y sus aliados de rehuir las guerras siempre que las pérdidas de las paces a ultranza no fueran catastróficas… para el país y la reelección del Gobierno de turno. Los conflictos armados contra el Estado Islámico fueron prácticamente la última guerra estadounidense (la del Afganistán se acabó más tarde que la del Estado Islámico, pero había comenzado mucho antes). Y ya en el Oriente Próximo, al igual que en el Magreb (donde los intereses europeos son enormes) el mundo atlántico fue sustituyendo más y más a sus tropas por efectivos mercenarios que recibían el nombre de “fuerzas aliadas locales”.
Esta política militar de las naciones atlánticas tiene dos componentes básicos. Uno es la contabilidad y el otro, la endeblez psicológica. Lo de la contabilidad es evidente: la presencia militar tiene un alto coste. Un precio que se desborda en caso de conflagración) y sólo se mantiene allá dónde las consecuencias políticas de una retirada serían muy superiores a los de la continuidad militar.
Tal postura no sólo es lógica en principio, sino que con la tecnología actual es también rápidamente reversible de resultar imprescindible reabrir frentes. Por ahora, a Washington le han cuadrado los números en el Oriente Próximo y en el Afganistán; y parece que también va a dar un balance positivo en el caso de la República de Irán.
Lo que sí parece alarmante es la endeblez psicológica tanto de los EE.UU. como de sus aliados. Porque la fuerza no sirve de nada si no se está dispuesto a usarla y a sufrir en los combates. En los años cincuenta la “guerra fría” tuvo dos episodios máximos: las guerras de Corea y la de Vietnam. Fueron conflictos sangrientos, crueles y psicológicamente extenuantes por su duración.
En la primera, la de Corea, la opinión pública de los países beligerantes fue solidaria con sus soldados y Gobiernos; acepto y aguantó los sacrificios y sufrimientos. Occidente no ganó esa guerra, pero no dejó tampoco que el mundo comunista se saliera con la suya. Pero en Vietnam, donde prácticamente la posición occidental la defendían tan solo los EE.UU., la juventud dorada de los hijos de papa repudió el conflicto. Nadie quería ir a morir por una cuestión de principios y hegemonías que no entendía. Además, la vida en casa era tan muelle…
Fueron muchos los militares estadounidenses de la época que dijeron que Washington perdió en casa la guerra del Vietnam. Era un punto de vista parcial, pero parece que en la Casa Blanca lo han hecho suyo y cada día son más cicateros con el envío de sus tropas a las guerras surgidas desde los 50.
Han hecho tan suyo ese miedo a “perder la guerra en casa” que ahora la guerra del Afganistán, que empezó como una cruzada estadounidense contra el terrorismo islámico, se acabó penosamente y sin honor ni memoria. Lo de la cruzada contra el terror se olvidó porque el terror ya no daba miedo en casa, pero eso de morir y sufrir en las montañas afganas espantaba a los hijos de papá y quitaba votantes a montón. Y eso sí que duele en las poltronas presidenciales.