A pesar de esto, hoy en día, con una secularización galopante y una justicia al servicio del poder en demasiados sitios, el prestigio del juez (y los tribunales) anda por los suelos y la tentación de usurpar sus funciones resulta irresistible para muchos.
Madrid, Valentí Popescu
Si uno se creyera que la realidad es lo que lee en los diarios u oye en la verborrea de políticos y efímeros protagonistas de la TV, vería el mundo como una asamblea de jueces compulsivos y bien poco competentes.
Porque la inmensa mayoría de lo dicho y escrito son sentencias categóricas y nada fundamentadas acerca de situaciones y hechos sumamente complejos. Visto el fenómeno en conjunto, la conclusión obligada es que este comportamiento se debe ante todo a dos factores: la ignorancia y la intrascendencia.
La ignorancia – cada vea mayor – es compartida fraternalmente por los que dictaminan y los que se tragan mansamente los dictámenes. En cuanto a la intrascendencia, esta es la válvula de seguridad del sentido común de las masas, que lo aceptan todo porque notan que lo dicho y escrito es tan baladí que no tiene consecuencia alguna nunca y en ningún sitio… salvo, claro, la satisfacción del insaciable ego de los figurones.
Subliminalmente, existe un tercer factor: la querencia a erigirse en juez de los demás y de todo. Cuando los pueblos creían en Dios o los dioses, no dudaban de atribuir a estos las decisiones finales; creían que sólo los seres superiores eran capaces de ver las causas reales, las consecuencias y las motivaciones.
Aquí, en la Tierra, el que juzga se siente inconscientemente superior a los demás; cree tener un poco (o un mucho, según el carácter de cada uno) más de poder que los demás. Y la asimetría psicológica se acentúa aún más si se tiene en cuanta que casi nunca nadie juzga a los jueces. Es la creencia de que el juez está por encima de los demás; está a medio camino entre los seres normales y los superiores.
A pesar de esto, hoy en día, con una secularización galopante y una justicia al servicio del poder en demasiados sitios, el prestigio del juez (y los tribunales) anda por los suelos y la tentación de usurpar sus funciones resulta irresistible para muchos. Para muchísimos, si además disponen de un escaño, un púlpito, una columna periodística o un micrófono.
La situación sería intrascendente si solo se diera la verborrea y el olvido instantáneo de lo oído. Pero tanto socialmente – es decir, fuera del ámbito parlamentario – como económico y político, ese diluvio de sentencias deja un poso. Las alabanza y, muchísimo más, las difamaciones van dibujando en el subconsciente de la opinión pública la imagen positiva o negativa de las personas e instituciones.
Este proceso ya fue detectado hace tiempo. Siglos atrás, el filósofo francés Voltaire dijo: “difamad, difamad, que algo queda” y en la segunda mitad del siglo XX, el dictador ruso Stalin justificó sus campañas de lavado de cerebros, diciendo: “…el cerebro no tiene piel…”
Claro que las dos afirmaciones son verdad siempre y cuando el cerebro esté también fuera de servicio y comulgue con cualquier rueda de molino.