Las palabras del Papa, que pedían “paz para la Ucrania destrozada por la Guerra, que tanto sufre por la violencia y la destrucción de la guerra cruel y absurda a la que la han arrastrado”, no se referían a Rusia directamente, pero resulta meridiano que ve en ella el agresor.
Washington, Diana Negre*
Mientras las fuerzas armadas rusas se acercaban a su objetivo de conquistar el esqueleto de la ciudad costera de Mariúpol, el Papa Francisco enviaba desde el famoso balcón de la Plaza de San Pedro el tradicional mensaje y bendición Urbi et Orbi de Pascua, con también su tradicional estilo de apuntar hacia la llaga pero sin lanzar acusaciones.
En este caso, como en la mayor parte del mundo, las acusaciones habrían ido dirigidas al gobierno ruso, que en estos momentos tan solo tiene el apoyo de países tradicionalmente amigos y regímenes dictatoriales, además de naciones del Tercer Mundo renuentes a subirse al carro de los ricos y desarrollados, a los que acostumbran a ver como antiguos amos coloniales o como sistemas con los que tan solo se identifican en su deseo de vivir mejor.
Las palabras del Papa, que pedían “paz para la Ucrania destrozada por la Guerra, que tanto sufre por la violencia y la destrucción de la guerra cruel y absurda a la que la han arrastrado”, no se referían a Rusia directamente, pero resulta meridiano que ve en ella el agresor.
Es probable que Vladimir Putin, quien decidió lanzar lo que él creía iba a ser una campaña relámpago para llevar a Ucrania bajo su dominio, preste poca atención a las palabras papales: ni su población, mayormente ortodoxa, escucha las palabras de los prelados católicos, ni él es conocido por su respeto a las instituciones religiosas.
En esto, como en tantas otras de sus actuaciones desde que se ha convertido en el caudillo ruso y aspirante a sucesor de presidente soviético, se parece a Stalin, el hombre al que se atribuye la pregunta acerca de los efectivos militares del Papa, en una conversación con el primer ministro británico Winston Churchill.
La cita podría ser apócrifa según muchos especialistas en historia rusa, pero no parece disparatado que Stalin, desde su punto de mira, valorara al Vaticano tan solo en términos de número y armas. En aquellos tiempos, no tenía Stalin gran respeto ni por los papas ni por los popes, nombre con que se conoce a los clérigos ortodoxos que atienden las almas de la población rusa y de grandes zonas de la Europa del Este.
Y si es probable que Putin tampoco sienta gran respeto ni admiración por este o por cualquier otro papa, su actitud es muy diferente con respecto a la iglesia ortodoxa. Este hombre, que representa la línea del pensamiento comunista, tradicionalmente ateo, parece haberse acercado a la Iglesia cuando también se acercaba a su puesto en el Kremlin: ni las consignas de partido ni la colectivización ni los 70 años largos de régimen oficialmente ateo, consiguieron eliminar la tradiciones ortodoxas del país -ni el influjo de los clérigos.
Pero este influjo no ha sido negativo para el régimen: a pesar de la represión, el clero ortodoxo es en su mayoría un firme apoyo para el régimen y para Putin en particular. Su actitud de ahora se suma a las declaraciones oficiales en favor de la guerra de Urania y la convierte así en otro brazo de propaganda del Kremlin y en un defensor de la invasión ucraniana. Entre las declaraciones del gobierno, la censura de prensa y las exhortaciones religiosas, no es de sorprender que la mayoría de la población rusa crea que está defendiendo sus derechos y liberando a la población ucraniana del yugo de la OTAN.
A falta de las divisiones que ni el Papa ni ellos tienen, los popes disponen de grandes púlpitos al servicio del poder.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.