Las peculiaridades de la Constitución de Estados Unidos, diferente en algunos aspectos de los sistemas democráticos europeos, no son bien conocidos fuera del país y se deben a las características de esta nación-continente.
Washington, Diana Negre*
Hace más de medio siglo, un grupo de estudiantes progresistas alemanes, tomando como modelo la “larga marcha” de Mao Tse Tung en China para establecer su centro de poder en el norte del país, sugirió una “larga marcha a través de las instituciones” para modificar la sociedad y eliminar lo que percibían como injusticias en Alemania.
Esta marcha soñada por los estudiantes alemanes parece haber logrado sus objetivos en amplios sectores de la sociedad americana que ahora parecen dispuestos a dar un nuevo rumbo a su país. De realizarse, sería tan revolucionario como el establecimiento de la Unión Americana a cargo de las 13 colonias británicas hace más de dos siglos y medio.
Estos sectores, principalmente funcionarios y académicos de orientación política progresista y radical, consideran obsoleta la forma de gobierno de Estados Unidos y su Constitución, así como todas las trabas que dificultan las reformas constitucionales desde que nació el país.
Los deseos de reforma son profundos y fáciles de conocer, pues sus promotores los explican en los medios informativos de gran circulación, como puede ser el diario New York Times, donde tienen una tribuna favorable para explicar sus ideas. También tienen una audiencia en instituciones políticas progresistas, donde pueden dar conferencias y divulgar sus tesis, así como en las universidades de más prestigio del país.
Las peculiaridades de la Constitución de Estados Unidos, diferente en algunos aspectos de los sistemas democráticos europeos, no son bien conocidos fuera del país y se deben a las características de esta nación-continente. La distribución de sus habitantes es muy distinta a la mayor parte de países europeos, pues además de una densidad de población mucho menor, se reparten entre zonas de relativa aglomeración y vastas extensiones semidespobladas.
Una situación semejante representa una desventaja para los lugares donde vive poca gente, pues sus votos son necesariamente muchos menos que en las concentraciones industriales y urbanas, de forma que prácticamente no tienen manera de influir en el gobierno de su país y han de aceptar las decisiones de lugares con necesidades e intereses diferentes.
Para evitar esto, la Constitución estableció un sistema que compensara estas diferencias de población mediante los votos del Senado, que favorecen relativamente a los estados despoblados, pues cuentan con el mismo número de votos en la cámara alta que los lugares con muchos residentes. De esta forma, estados como California, con casi 40 millones de habitantes, están representados por dos senadores, el mismo número que Connecticut, con tan solo 3.5 millones.
Y reformar la Constitución no es cosa fácil, pues una vez aprobada en el Congreso, cualquier enmienda ha de ser confirmada por los dos tercios de ambas cámaras y ratificada por las tres cuartas partes de los 50 estados norteamericanos. Es algo que, a pesar de las dificultades, se logró en 27 ocasiones.
Interpretar la Constitución es fuente de disputas que acaban siendo arbitradas en el Tribunal Supremo, un organismo independiente de 9 magistrados con cargos de por vida, nombrados directamente por el presidente y confirmados por el Senado.
Todo esto garantiza un cierto inmovilismo, algo que probablemente desearon los fundadores del país y que, hasta ahora, ha sido útil a los norteamericanos, convertidos de las 13 colonias agrarias del siglo dieciocho en la mayor potencia económica, industrial y militar del mundo.
Pero el inmovilismo no es un rasgo norteamericano, pues en este país no abundan ni la paciencia ni la tradición. Ahora, los movimientos progresistas quieren eliminar la influencia del Supremo sobre las decisiones constitucionales y enmendar la Constitución de forma que ya no favorezca a los estados despoblados.
Es fácil imaginar la resistencia que semejantes propuestas encuentran, tanto en las zonas de escasa densidad, como en los sectores conservadores del país. También es evidente que la oposición a semejantes cambios provocará luchas para impedirlos y, en cualquier caso, estas posibles modificaciones deseadas por los progresistas influirán tanto en las elecciones presidenciales como las parlamentarias.
Pero este debate es ya continuo en los medios informativos y en las redes sociales, donde precisamente las zonas más pobladas tienen una ventaja natural por el número de participantes y por su influencia cultural: allí están las mayores universidades, la concentración de funcionarios y de medios informativos.
Para la América vaciada y para los conservadores es la próxima gran batalla y, si la pierden, la última antes de ceder el terreno a sistemas más próximos a los que conocemos en Europa y que tanto admiran las élites intelectuales del país.
Aunque estas propuestas de reforma son nuevas, solamente son la continuación del movimiento empezado hace tiempo y que provocó en los últimos años movimientos contra lugares y personajes simbólicos, con el derribo de estatuas de personajes que habían sido héroes en la historia del país y que amenazan con extenderse a personajes como Thomas Jefferson, principal autor de la Declaración de Independencia, o incluso al primer presidente del país, George Washington, el general que derrotó a las tropas británicas y permitió la constitución de la Unión Americana.
Es como si Covadonga prohibiera a Don Pelayo, o Catalunya a Wifredo el Velloso.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.