Los Estados Unidos ahora corren el riesgo de perder la nueva guerra, esta vez incruenta, – contra China – por cicatería y dejadez.
Washington, Diana Negre
Los EE.UU. han ganado hasta ahora todas las guerras decisivas (Vietnam, Somalia y Afganistán han sido derrotas humillantes, pero sin mayor trascendencia) tanto con las armas, como con las finanzas y – cosa menos aireada, pero no menos importante – con la ciencia.
Pero ahora corren el riesgo de perder la nueva guerra, esta vez incruenta, – contra China – por cicatería y dejadez.
El siglo pasado los estadounidenses comenzaron con retraso carreras trascendentales para una guerra como la de los carros blindados, los misiles o las amas nucleares. Y también carreras claves, aunque menos llamativas, como las comunicaciones, la astronáutica o la microbiología.
Pero en todas esas campañas se acabaron imponiendo porque supieron movilizar, financiar generosamente y coordinar oportunamente los esfuerzos del sector privado y el público. Pero ganada la II Guerra Mundial y la “guerra fría” que le siguió, Washington se ha dormido en los laureles y ha olvidado que su imperio en el mundo se lo debe quizá más a los avances científicos y técnicos que a la pujanza de su economía… o que su economía reina gracias a su ciencia.
En 1964, el Estado invertía en investigación y desarrollo nada menos que un 17 % del presupuesto federal en tanto que en 1994 – cuando la URSS iba ya de cabeza a la bancarrota – a esa misma partida no se dedicaba más que 0,83 % a pesar de que el PIB nacional doblaba con creces el de 30 años antes.
Para hacer esto empleaba varios vehículos, desde ayudas económicas a empresas u organizaciones cuya única misión era investigar, hasta sectores de ministerios, especialmente el de defensa, que se dedicaba a inventar cosas como el internet para su uso interno, o incluso sin más uso que el deseo de sus investigadores de inventar algo.
De aquella política nacieron organizaciones como Darpa, dependiente del Pentágono, que se dedicaba precisamente a esto y a las que se deben ideas tan fructíferas como el Internet, cuya justificación original eran comunicaciones internas.
China ha seguido el camino inverso y pasó del 5 % destinado a investigación y desarrollo en el 2000 al 23% en 2020.
La consecuencia de esta imprevisión norteamericana salta a la vista hoy en día en el mercado de las comunicaciones de alta tecnología, como el 5 G. Es un sector trascendental, tanto para la vida civil como la militar, pero comercialmente China domina el mercado hasta el punto de que Washington trata de impedir políticamente la hegemonía china en vez de dar la batalla técnica y comercialmente.
Y lo hace así porque en esta batalla – todavía se trata de batallas técnico-comerciales y no de guerras incruentas de supremacía global – Washington se encomendó durante los últimos decenios casi exclusivamente a la iniciativa empresarial y descuidó la cooperación de ésta con el Estado.
Según cálculos norteamericanos, la empresa china Huawei domina hoy el mercado del 5 G porque recibió de las ayudas estatales directas e indirectas (exenciones fiscales, crédito a coste irrisorio, etc.) para este proyecto por valor de 75.000 millones de US$.
A todo esto, Huawei no sólo pudo disponer de ese capitalazo, sino que no tenía que atender las exigencias de los accionistas. En los EE.UU. las empresas competidoras de Huawei buscaban y buscan la rentabilidad mayor y más rápida de sus capitales en un mercado en el que el Estado hace lustros que ya no es el único gran cliente apetecible.
Washington no ha entonado el “mea culpa” del 5 G, pero tampoco hace falta. La pandemia del Covid-19 ha evidenciado que cuando autoridades (aportando grandes subvenciones) – y empresas privadas (aportando todos sus recursos científicos y técnicos) tiran del mismo carro, acaban por hallarle una vacuna al virus en menos de un año.
Para ponerlo en perspectiva, recordemos que Albert Salk, artífice de la vacuna contra la poliomielitis, dijo a propósito de esta que “…era el fruto de 50 años de investigaciones…”; investigaciones que, esas sí, corrieron exclusivamente a cargo de los hombres de ciencia del sector privado.