El presidente del órgano electoral indicó que la organización de las elecciones no podría entenderse sin un conjunto de actividades organizadas, de tal manera que funcionen si se tratara de un reloj.

«La magnitud del problema trasciende individuos de cuello blanco y delincuentes. Es uno de carácter sistémico, fruto del parto entre políticos, corruptos, mafias y la cultura de la ilegalidad como modus vivendi…»

La reciente detención en Miami del diputado del PRM-Santiago, Miguel Andrés Gutiérrez Díaz, por parte de las autoridades federales antinarcóticos de los Estados Unidos, constituye un hecho vergonzoso aunque no sorpresivo de hasta qué punto el crimen organizado ha echado tentáculos en la sociedad y la política dominicana.

Para nadie es un secreto a voces el contubernio entre algunos políticos, partidos y elementos del bajo mundo que han permeado distintos estamentos de seguridad, legislativos y partidistas, a la vista de todos, por mucho tiempo y sin que alguien decida ponerle coto al daño moral e institucional que corroe lentamente los cimientos del presente y el futuro del país desde hace décadas.

Como decían los mayores de antes en el campo: la fiebre no está en la sábana. La política vernácula se ha convertido en un negocio de pingües beneficios legales o ilegales. Y todos lo saben.

La magnitud del problema trasciende individuos de cuello blanco y delincuentes. Es uno de carácter sistémico, fruto del parto entre políticos, corruptos, mafias y la cultura de la ilegalidad como modus vivendi que se ha entronizado en casi todos los segmentos del tejido individual e institucional nacional.

Para que un candidato político honesto aspire a un cargo público necesita millones de pesos y el apoyo de un partido. La ley electoral no permite candidatura independiente de una persona. Sólo aspirar a diputado significa un gasto aproximado de 30 a 35 millones de pesos. Un pobre no tiene posibilidades de servir con honestidad a la nación.

Ello implica que el ciudadano común está forzosamente obligado a someterse a los dictámenes de una claque o mafia política hipócrita, algunos de cuyos miembros mantienen nexos con el bajo mundo.

Dichas limitaciones, entre otras legales sumadas al trapicheo, el cobro de peaje, el “dame lo mío”, tráfico de influencias y otras “bondades” de la cultura de la corrupción, convierte el sistema político nacional en uno atractivo y poderoso para los delincuentes.

En todo ese entramado seductivo se conjugan e interactúan el sistema corruptor y el quehacer político de malandros del bajo mundo, quienes imponen las prácticas y el dinero sucios en sus múltiples modalidades y al margen de las leyes.

Esta combinación de factores no puede arrojar otro resultado que no sean los escándalos que sacuden el país cada cierto tiempo.

Es urgente y necesario que las autoridades inicien un proceso de profilaxis fundado en la ética, en una cruzada por el cumplimiento de la ley, la transparencia y la vigilancia permanente de los protagonistas del sistema político. De ello depende la salud del sistema democrático y el futuro de la nación.