El alma humana ha demostrado que tiene la capacidad de soportar y superar lo indecible, más allá de lo imaginable. (Foto: Fuente externa).

El estado de ánimo mundial refleja cierto grado de agotamiento, desconsuelo, pérdida de fe en el horizonte individual, institucional y colectivo. No solo por la emergencia sanitaria mundial, sino también por el desacierto del clima y los ecos de tambores de guerra.

Por Jesús Rojas
Un espíritu de desesperanza y desaliento recorre los rincones del mundo. Y es que 24 meses de pandemia no ha sido para menos ni dado tregua. Nueva York, Londres, Washington, Moscú, París, Tokio o Pekín, la tónica parece ser la misma: los heraldos negros no dan cabida a la esperanza y el optimismo.

La panorámica se proyecta desoladora. A la crisis en la salud pública, se suma la política, económica, social y existencial. El estado de ánimo mundial refleja cierto grado de agotamiento, desconsuelo, pérdida de fe en el horizonte individual, institucional y colectivo. No solo por la emergencia sanitaria mundial, sino también por el desacierto del clima y los ecos de tambores de guerra.

Frente a lo que un poeta describió como “la hora de la verdad”, los desafíos son oportunidades para poner a prueba la capacidad y el ingenio del espíritu humano. Jamás el desaliento ha dado fruto perenne. Menos cuando afecta a todos por igual y la anarquía, el escapismo y el negacionismo pretendan imponerse ante nuevos retos y realidades.

La historia del siglo XX está repleta de buenos ejemplos. Es el testimonio plasmado en obras literarias que sumado a la grandeza del autor, reflejan la actitud constante del espíritu humano. Indomable frente a la calamidad, la amenaza y el desconcierto seductor de la lógica del pesimismo, inspirado en su dualidad por la esperanza y la fe incuestionable que mueve montañas.

César Vallejo en Los Heraldos Negros (1918); Ana Frank, Diario de Ana Frank (1947); Constantin Virgil Gheorghiu, La Hora 25 (1949); Pedro Mir, Hay un país en el mundo (1949); Aleksandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, (1973); Jorge Luis Borges, El Aleph (1945; Armando Valladares, Contra toda esperanza (1985); o Gabriel García Márquez, Relato de un naufragio (1970). Todos reflejan un denominador común: el valor de lo permanente y trascendente.

Esas y otras obras en su mérito en tiempo, espacio y lugar, reflejaron en mayor o menor grado crudas realidades, dolorosas circunstancias inéditas para el ser humano. Son fiel testimonio que confirma que el espíritu de la humanidad es indomable. Resurge victorioso desde el pozo más oscuro de la ignominia, el miedo, el dolor y la indignidad, sostenido por un átomo de fe y de esperanza.

El alma humana ha demostrado que tiene la capacidad de soportar y superar lo indecible, más allá de lo imaginable. Por lo tanto, no tiene lógica alimentar el desconsuelo y el pavor frente a una prueba suprema como la pandemia con su pesada carga de dolores, lutos y sufrimientos. Para muchos resulta difícil la insoportable levedad del ser en tiempos de tarjetas de crédito, whiskies caros, la vida loca, apegos materiales o la brevedad momentánea de placeres efímeros.

Lo tétrico de esa actitud pesimista que recorre el mundo ha sido la conducta de muchos medios televisivos. En sus afanes por llevar la cruda actualidad y sumar audiencia, se alimenta el morbo, el pesimismo y la desesperanza por contagio. El síndrome del precipicio inminente. La lotería y el rosario de difuntos. Es paradójico que una conductora llamada Felicidad refleje en la pantalla chica el eco casi constante de la desventura.

Se precisa comprender que la humanidad está agotada no solo por los efectos del letal virus. Camina en modo de supervivencia. El grado de saturación mediática en el hogar, golpes de malas noticias, incertidumbre y confusión de instituciones y responsables de orientar, casi han colmado la copa de la salud física, mental y espiritual, y se insista en relegar el valor del optimismo como contrapeso necesario y saludable.

Un espíritu de desesperanza recorre los rincones del mundo. Se requiere revertir esa ola pesimista en la cadena de contagios mediático. Es urgente alimentar la fe y el amor por el prójimo, espejo propio, por un mundo futuro mejor. La trascendencia y el valor de la vida y el espíritu humano han de prevalecer frente al contracanto a la esperanza y los heraldos negros que apuestan al fracaso de todos.