En el caso de Biden, él tuvo un relativo protagonismo en los ocho años de Obama y pudo sumarlos a su dilatada experiencia como senador. (Foto: Cortesía de la Voz de América).

Biden, cuya carrera se ha distinguido por la moderación y por contemporizar cuando era apropiado, se enfrenta ahora a la necesidad de aupar a un país angustiado y recomponer el telar político, maltrecho tras los últimos cuatro años.

Washington, Diana Negre

Cuando este miércoles Joe Biden juró su cargo, se convirtió en el 46º presidente de los Estados Unidos y el más viejo en llegar a la primera magistratura del país: a los casi 80 años, es mayor de lo que era Reagan cuando se retiró tras dos términos presidenciales y después de bromear durante los últimos años que pasó en la Casa Blanca de lo muy avanzado de su edad.

Aunque Biden decía desde sus años de estudiante que su ambición era llegar a presidente de Estados Unidos, el logro parecía que se le iba a escapar: hace 12 años fue derrotado en las primarias por Barak Obama, el primer presidente negro en la historia del país, pero le dieron el premio de consolación de la vicepresidencia: un cargo sin atribuciones en la Constitución de Estados Unidos, excepto la de estar disponible para substituir de inmediato al presidente, si muere o queda incapacitado.

Y ciertamente, los vicepresidentes han tenido funciones muy limitadas a lo largo de la historia del país: Truman, por ejemplo, cuando era vicepresidente de Frank D Roosevelt, vivía en un piso corriente, aunque ahora este edificio se conozca hoy como la “Truman House” en un barrio residencial de la capital.

Pocos recuerdan a vicepresidentes como Humphrey o Mondale, aunque en los últimos tiempos han ido adquiriendo algunas atribuciones, aparte de las habituales de asistir a bodas y funerales a los que no puede o desea ir el presidente.

Quizá con John Kennedy se rompió este casi anonimato de la vicepresidencia, pues debido al asesinato que cercenó su carrera, el cargo vino a ocuparlo su vicepresidente, Johnson, un decano en los foros legislativos y capaz de conseguir lo que se le escapaba al propio Kennedy. Otros adquirieron protagonismo por los avatares de la política, como Gerald Ford quien substituyó a Nixon, o el primer presidente Bush que sucedió a Reagan, aunque su elegido como vicepresidente, Dan Quayle, hizo surgir chistes de que todos tratarían de preservar la vida del presidente para que Quayle no llegara a la Casa Blanca.

En el caso de Biden, él tuvo un relativo protagonismo en los ocho años de Obama y pudo sumarlos a su dilatada experiencia como senador. Es habitual que, al término de un mandato presidencial, el vicepresidente trate de sucederle en la Casa Blanca, pero Biden tuvo que dejar el camino abierto a Hillary Clinton, quien se sentía con derecho a convertirse en presidente, no se sabe si por haber aguantado las infidelidades de su marido, o por alguna otra razón no desvelada que habría de compensar su escaso talento político.

El Biden que repitió su intento el año pasado dista mucho del que aspiró a la presidencia en 2016 y ha lucido por su ausencia en debates y controversias, aunque durante toda la campaña se notó su prudencia ante el virus Covid, pues pronunciaba los discursos electorales desde el sótano de su casa y apenas aparecía ante el público.

Muchos atribuyen semejante conducta a la senilidad que a veces parece aquejarle, pero es probable que también aprovechase la ocasión para dejar que Trump, con su conducta y verborrea, le ofreciera la presidencia en bandeja: es difícil competir con el ya ex presidente a la hora de perjudicarse a sí mismo.
Biden, cuya carrera se ha distinguido por la moderación y por contemporizar cuando era apropiado, se enfrenta ahora a la necesidad de aupar a un país angustiado y recomponer el telar político, maltrecho tras los últimos cuatro años.

Nada más llegar a la Casa Blanca firmó más propuestas y órdenes ejecutivas que ninguno de sus predecesores, lo que no signifique que todas se materialicen. Algunas, como el retorno a los acuerdos de París para el medio ambiente o eliminar la prohibición para viajes de musulmanes a Estados Unidos, dependen de él; pero otras más conflictivas, como la reforma de las leyes migratorias, han de pasar por el Congreso donde tal intento ha ido fallando durante décadas y con presidentes de ambos partidos.

Pero ni las dificultades, ni la probabilidad de que algunas propuestas no se materialicen, han de empañar el sueño de su vida. Si fracasa en algún empeño, le ocurrirá lo mismo que a tantos presidentes antes de él, pero nadie le podrá robar ya la satisfacción de haber conseguido la meta que más ambiciona desde hace más de medio siglo: ser presidente de los Estados Unidos.