La gente votó en contra de la corrupción. De ahí que la presión sobre esta Administración es enormemente superior a la de gobiernos precedentes. Del celo con que Luis Abinader cuide ese propósito dependerá la satisfacción de la gente y la posibilidad de acreditarle un segundo mandato.
Por José Luis Taveras*
Si sumáramos los primeros dos años y medio de los últimos cuatro gobernantes (Fernández, Mejía, Medina y Abinader —cuando los cumpla—) ganaríamos una gestión de ensueño, pero el encanto de los gobiernos suele evaporarse en la segunda mitad de su tercer año. Parece que en ese lapso los gobiernos agotan su secreto, y la novedad, como fuerza persuasiva, se desmorona. Una experiencia muy parecida al trance romántico: comienza con una pasioncilla opresiva y acaba con un hastío resistido. Cada gobierno tiene su personalidad y la logra construir en algo más del primer año. Creo que al de Abinader le tomará más tiempo, por dos condicionamientos: la situación de excepción con la que recibió el mando y la creencia, bastante arraigada, de que no ha podido consolidar una gestión afinada y compacta, al margen de que aún persiste esa sensación de interinidad que enrarece la “normalidad”.
Se impone, sin embargo, un transverso en la valoración del actual Gobierno y es la expectativa de que debe ser la negación ética del de Danilo Medina. Esa convicción se expresó de forma inequívoca en las elecciones y se mantendrá como adeudo implícito durante toda la gestión de Abinader; cualquier abandono, concesión o rendición supondrá un sensible riesgo político que el presidente, en sus cabales, no debe permitir.
De hecho, esa fue la estrategia apostada en su momento por Joao Santana a favor de Danilo Medina: construir una imagen antitética de la de Leonel Fernández, que arrastraba dos periodos sucesivos y sin cambios relevantes en sus prácticas ni en su gabinete. Era necesario romper la linealidad de un Gobierno agotado y previsible. Joao Santana fue singularmente asertivo: logró vender a un candidato cercano, sencillo, pragmático y dispuesto a gobernar más que a presidir. Leonel Fernández estaba en las antípodas de ese modelo: distante, conceptuoso, teórico y con vocación de estadista más que de gobernante.
Danilo Medina, durante el primer periodo, ejecutó, en las apariencias, una gestión coherente con esa imagen y lo hizo de forma tal que vigorizó las bases para lograr una cómoda reelección. Es en el segundo mandato cuando se destapa la oscura naturaleza de un Gobierno permisivo, disoluto y desbocado. Cuando el electorado despierta y se da cuenta del timo —entre lo ofertado y lo comprado— entonces el cambio, de opción, se hizo necesidad imperiosa.
La estrategia de Mauricio de Vengoechea con Abinader fue despersonalizar al candidato y con él vender el cambio como expectativa única para un electorado cansado. La figura de Abinader estuvo asociada a esa atención y seguirá atada a ella. De esa manera, el éxito del Gobierno es hacer intencional, sustantiva y relevante la diferencia que marca el cambio.
No creo que la sociedad acepte beneplácitos en esa ruta; al contrario, arreciará su tono crítico ante cualquier desvarío. Pocas veces en la historia democrática se ha manifestado un celo colectivo tan tenaz con un Gobierno. Nunca un gobernante estuvo socialmente tan vigilado, de manera que esta gestión está compelida a no fallar. Está demostrado: los gobiernos más esperados terminan siendo los más odiados. La razón es simple: la frustración se asume como estafa.
Desde el momento en que el Gobierno empiece a parecerse al anterior perderá sustentación popular. La gente votaba a favor del PLD por la seguridad de una gestión probada y una economía estable, aunque supiera que era corrupta. Esta, en cambio, no puede darse ese “lujo”: es principiante, recibe una gran crisis y debe ser íntegra.
La gente votó en contra de la corrupción. De ahí que la presión sobre esta Administración es enormemente superior a la de gobiernos precedentes. Del celo con que Luis Abinader cuide ese propósito dependerá la satisfacción de la gente y la posibilidad de acreditarle un segundo mandato. Por eso no es fortuito que la determinación en contra de la impunidad, principal soporte del Gobierno, empiece a ser denigrada. La consigna, como oración devocional del presidente, debe ser una: no ceder. Otra vez: no ceder.
Un problema en este contexto es que el gran activo del Gobierno es Luis Abinader. El PRM no convoca y el gabinete tiene una composición muy heterogénea de empresarios y políticos de carrera con visiones distintas. Una mezcla de tecnócratas y burócratas. Cuando no hay una estructura partidaria que le dé vértebra política y ejes estratégicos al Gobierno, el impacto de su gestión se diluye. Ese es el caso del PRM. Toda su dirigencia está en el Gobierno y ocupada en su desempeño. En ese cuadro, dudo que haya un gobernante con las responsabilidades políticas y públicas de Abinader. No me calzo en sus zapatos.
El Gobierno debe andar lejos de cualquier práctica que recuerde los “vicios distintivos” de la cultura peledeísta: ostentar con la popularidad del presidente; abusar de la publicidad oficial para enajenar o anular a la oposición; crear nominillas de caja b; anticipar defensa de cualquier funcionario con sospecha pública o establecer tratos diferenciados en razón de su jerarquía burocrática o social; concentrar clanes familiares; privilegiar a los contratistas de siempre; crear núcleos cerrados de intereses empresariales; otorgar contratos por apoyos de campaña; apañar o justificar actuaciones indebidas; relajar procedimientos de contrataciones; burlar controles, entre una retahíla de imperdonables excesos.
Luis Abinader envió tempranas señales de arrojo: destituyó funcionarios y dejó que la Justicia actuara soberanamente; puso en agenda congresual importantes reformas institucionales; no ha interferido en la actuación del Ministerio Público; ha observado un celo obsesivo por la buena imagen del Gobierno; ha mantenido reprimidas las voracidades del poder. Eso no tiene precio y le ha retribuido con la confianza mayoritaria que hasta ahora ha tenido.
Arriesgar por lealtades individuales o cualquier otro motivo esa confianza sería torpe y socavaría la buena fe que la mayoría de los dominicanos le presume. Una presunción que suele ser políticamente quebradiza y circunstancial. Desde ya debe desoír loas y halagos de su cercanía y escuchar opiniones que no tienen intereses directos o vinculados en su Gobierno. Todavía queda gente que no precisa de un cargo o una contrata para dar sabios consejos.
El presidente ha mostrado un interés personal en quedar bien. Creo que hasta sus adversarios lo han reconocido. Eso es bueno, pero no es sostenible. Las intenciones inspiran seguridad, pero no determinan compromisos. A partir de ahora se impone hacer funcional y eficiente el Gobierno. Nos alienta ver las señales de lo malo que no hará —en lo que concierne a la ética pública—, ahora necesitamos ver lo bueno que sí hará —en planes concretos de desarrollo—. Esa maquinaria hay que ponerla en marcha ya.
A días de su primer año, con un desempeño meritorio en la gestión sanitaria de la pandemia, gracias al compromiso de la vicepresidencia, se abre el inmenso reto de tres años de duro trabajo. El galanteo popular tendrá el tiempo que el presidente quiera: las condiciones para conservar su encanto las tiene en sus manos. Así como una economía fuerte mantiene hasta un Gobierno corrupto, una gestión honesta convoca la lealtad de la gente a pesar de las circunstancias. Queremos las dos cosas: un Gobierno ético y una economía robusta. Esa es la clave para darle larga vida al romance. Si nos garantizan eso, entonces que sigan los besos; que sigan.
*Abogado y escritor. Artículo publicado En Directo, Diario Libre, 29 de julio, 2021.