En el estado de la Florida, ahora epicentro nacional de la pandemia por la cifra de casos de contagios y hospitalizaciones debido a los efectos devastadores de la variante delta entre los no vacunados y entre las edades de 12 a 39 años, hay dos posiciones en conflicto con relación al retorno de los niños a las clases presenciales con o sin mascarillas.
Por Jesús Rojas
La pandemia ocasionada por la plaga china ha generado dilemas no solo de vida o muerte en el campo de la salud pública en muchos países de mundo. Además, está creando tensiones de índole de conducta social y el papel de las autoridades, cuyas posturas superan los límites de la cordura en términos del estado y los derechos ciudadanos.
Tal es el caso con ribetes dramáticos en desarrollo en el estado de la Florida con respecto al uso o desuso de la famosa mascarilla en dos distritos escolares: Broward y Miami. Al margen de los tintes políticos que a propósito contaminan el debate sobre la salud de los niños en edad escolar en las aulas, lo cierto es que el asunto pica y se extiende.
En el estado de la Florida, ahora epicentro nacional de la pandemia por la cifra de casos de contagios y hospitalizaciones debido a los efectos devastadores de la variante delta entre los no vacunados y entre las edades de 12 a 39 años, hay dos posiciones en conflicto con relación al retorno de los niños a las clases presenciales con o sin mascarillas.
Primero, la postura del gobernador Ron DeSantis, quien ha insistido en su orden ejecutiva estatal de bloquear toda medida vinculante o coercitiva para imponer a los estudiantes menores la obligación de protegerse con una mascarilla durante las clases presenciales en las aulas, la higiene y el distanciamiento requeridos.
DeSantis arguye que el Estado no tiene el derecho de decir o imponer a los padres lo que mejor conviene a sus hijos en esa materia. Y que son éstos, (los padres), quienes conocen y están en mejor posición de decidir qué es lo más apropiado para protegerlos. Por lo que sugiere dejarlo a discreción de ellos permitir si los estudiantes asisten con o sin mascarillas a sus clases presenciales.
Quienes lo rechazan con vehemencia, en segundo lugar, propugnan por el uso compulsivo de las mascarillas para todos los estudiantes y maestros en las aulas, por entender que la salud de los discípulos está por encima de toda consideración administrativa del Estado de la Florida.
¿Por qué la batalla? El distrito escolar público del condado de Miami-Dade es un universo de 350-mil estudiantes y 18-mil profesores. Su aparato burocrático es enorme y la presión de los sindicatos de maestros también. A ello se suman muchos elementos de contenido político en el debate sobre las mascarillas con el trasfondo del tinte demócrata o republicano no sólo en la Florida, también en California, Nueva York o Texas.
Para atizar más el fuego, el gobierno federal amenaza con intervenir en el asunto pese a la separación de poderes que define la federación, lo que complicaría toda posibilidad de solución por consenso en medio de la pandemia que azota las UCI en los hospitales estatales y mantiene en jaque a las familias que buscan evitar ser contagiados por la plaga delta del Sars-Cov-2.
A lo largo de su historia, el estado de la Florida se ha caracterizado por sus peculiaridades. Tanto así, que existen leyes vigentes de los años 1800 que muchos desconocen. Por ejemplo, el adulterio –tanto de hombre como de mujer– no es un delito tipificado con consecuencias penales, pero caminar desnudo en la calle sí lo es.
Además, las peleas de gallos están prohibidas, por aquello del trato cruel e inhumano con los animales, pero sí se permiten deportes crudos y violentos como el kickboxing, una mezcla de lucha libre con boxeo. Mientras que un joven de 18 años es considerado legalmente adulto para ciertos derechos. Puede empuñar un fusil para defender la nación en un conflicto, pero ser multado por comprar cigarrillos en la tienda de la esquina o consumir alcohol.
En conclusión, de no llegar a un consenso la batalla por la mascarilla puede escalar a niveles nunca vistos. Incluso, podría llegar hasta la Corte Suprema, haciendo olvidar de paso que la amenaza a la salud pública no es la mascarilla, sino un terror silencioso más pequeño que el diámetro de un pelo humano que ha causado más de cuatro millones de muertos y millones de contagiados.
Por lo tanto, ya no se trata del fino equilibrio del Gobierno y la autoridad competente entre proteger la salud pública, mantener activo el motor de la economía o enfrentar la quiebra. La esencia consiste en los límites que impone la Constitución a los estados y los principios consagrados en la Carta de Derechos a los ciudadanos. No se extrañe si los siete magistrados emitan su opinión dada la facilidad con que fluyen las demandas frívolas.
Mientras tanto, que continúe el drama político-mediático. Ahora es más relevante la batalla política por la mascarilla más que coordinar esfuerzos para proteger la salud de nuestros hijos dentro y fuera de las escuelas. Es solo el primer capítulo. La tarjeta de vacunado es otro cantar.
Todo ello en medio de la peor amenaza pública mundial originada en China y que a más de un año y medio de la segunda década del siglo XXI todavía enfrenta el planeta sin visos de concluir. El cantautor argentino José Alberto García, popularmente conocido como Alberto Cortez, lo tuvo muy claro: en esta pelea por la mascarilla, tal parece que el mundo ha perdido la cordura.