Esta discriminación se percibe incluso, ante el deseo de muchos que, con ansias de ejercer su derecho al sufragio o de participar directamente en el sistema político, conforme el derecho que les confiere el artículo 22 de la Constitución, ven sus intentos frustrados, justamente por esta sufrida inequidad.
Por L. Ramfis Domínguez-Trujillo (2-2)
Sin embargo, ese despertar político y social, esa evolución conceptual e intelectual, representa evidentemente una amenaza a la clase política tradicional, al desnaturalizado propósito y desfasado accionar político, y al sistema clientelista que se han apoderado de nuestro régimen electoral. Muy a pesar de la enmienda constitucional del 1994 que permitió a estos dominicanos optar por una segunda nacionalidad sin perder la suya, se les ha privado de sus derechos fundamentales, evitando de forma inescrupulosa y perjudicial, su incursión a la vida política del país.
Con todo y esta persistente disyunción, la prosperidad y el exuberante patriotismo de estos dominicanos de ultramar, han sido objeto de la ambición política de muchos candidatos que luego de obtener su triunfo electoral, jamás se preocupan por cumplir sus compromisos con esta comunidad, dándole la espalda a sus múltiples peticiones e ignorando las carencias de este grupo que cada día aumenta en números, y cuya fuerza económica impacta de forma incuestionablemente positiva, la economía nacional. Al presente, sus aportes formales a la productividad nacional, constituye aproximadamente un 12% del Producto Interno Bruto (PIB), una cifra absolutamente descomunal, y esto sin tomar en consideración las contribuciones informales como las anteriormente señaladas.
No fue hasta el año 2011, con la promulgación de la ley 136-11, que se le otorga el derecho al sufragio, adoptando concomitantemente la figura de los diputados de ultramar, con el propósito de amparar merecidamente los intereses de estos conciudadanos. Sin embargo, el escuálido cumplimiento de estos representantes ha pasado sin pena ni gloria, resultando en duras críticas de la comunidad, por sus exiguos mandatos y su cada vez más abultado distanciamiento de sus demarcaciones y sobre todo, de sus representados.
Estos dominicanos todos alegan el maltrato de una sistemática discriminación, relegados a la condición de ser solamente una importante columna de apoyo monetario, pero permanentemente despojados de sus derechos constitucionales, nacionales excluidos y subyugados a un trato absolutamente desigual en comparación con los dominicanos que viven o que nacen en el país.
Esta discriminación se percibe incluso, ante el deseo de muchos que, con ansias de ejercer su derecho al sufragio o de participar directamente en el sistema político, conforme el derecho que les confiere el artículo 22 de la Constitución, ven sus intentos frustrados, justamente por esta sufrida inequidad. Esta disparidad se ha visto acentuada por la desatención de las autoridades, los inconvenientes de procedimientos y protocolos ineficientes y torpes, las contrariedades puntuales motivadas por intereses particulares, y la displicencia de una clase política que desconfía de la independencia ideológica e intelectual de estos legítimos dominicanos. Para estos auténticos patriotas, el reinante sistema clientelista que se “gana” el voto por quinientos pesos, un pote de romo y un “pica pollo”, favoreciendo a los candidatos de mayores recursos, simplemente no cabe dentro del marco de un sistema auténticamente democrático como el que estos aspiran a alcanzar para su amado terruño.
Muchos de estos dominicanos desean igualmente lanzarse al ruedo político sencillamente para servirle a su país y a su pueblo dentro del marco de sus posibilidades. Pero esta ilusión prontamente se convierte en desencanto, chocando con un sistema político viciado, los obstáculos enfrentados por quienes pretenden oponerse con firmeza a la podredumbre política, y el trato desigual que se le dispensa a los dominicanos que residen fuera del país. Es preciso destacar que, desde la modificación constitucional del 1994, se viene condicionando de manera nociva y discriminatoria, la dominicanidad de todos los dominicanos nacidos en el exterior, imponiendo un funesto criterio disímil y desventajoso, a quienes desean participar dignamente en la vida política dominicana, pero son castigados únicamente por el lugar de su nacimiento.
Esta ignominiosa condición que hoy personifica el incuestionablemente discriminatorio párrafo del artículo 20 de la Constitución, afecta de una forma categórica y altamente perniciosa, las aspiraciones de muchos que aún sin desear aspirar a la presidencia o vicepresidencia como reza este limitante, se rehúsan a aceptar el agravio y la humillación de un grupo que, según la Carta Magna, es tan dominicano como aquellos “privilegiados” que nacen en el país. Esta flagrante discriminación demuestra no solo la impúdica intención de obstaculizar la participación de estos autónomos políticos e ideológicos en el sistema, sino que representa todavía otro vulgar ejemplo de la sistemática arbitrariedad, materializando una grotesca violación al derecho fundamental de la igualdad que confiere el artículo 39 y además el derecho de elegir y ser elegido que refrenda el artículo 22 de nuestra Constitución.
En tal sentido, y aun destacando los avances alcanzados a favor de esta extraordinaria comunidad de dominicanos, es imperioso salir en defensa del colectivo. Nuestra Carta Magna es clara en su artículo 18, estableciendo en su numeral uno, que “los hijos e hijas de madre o padre dominicano” son todos legítimamente dominicanos y por ende, merecedores del mismo trato bajo la ley, y en toda la extensión de la palabra.
En el caso específico de estos incuestionables dominicanos, queda claro que no solo se han ganado el respeto a sus derechos básicos con su titánica solidaridad e indiscutible compromiso con el país, sino que pura y simplemente, la Carta Magna les otorga esos derechos elementales. Es el momento de que hagamos honor a la justicia, fortaleciendo la universalidad de estos derechos, en medio de nuestra fehaciente fragilidad democrática.