Sigue dominado por clanes familiares y empresariales que controlan las relaciones de poder, la economía, parte de las donaciones, las importaciones y las contrataciones públicas. En Haití el verdadero poder está en manos de esos intereses.
Por José Luis Taveras*
A pesar de llevar la honra de ser el segundo país en lograr su independencia en el Nuevo Mundo (1804), Haití no ha podido encontrar una estructura estatal que exprese, ordene y encuadre adecuadamente su trastornada vida tribal. Durante su historia ha probado casi todas las formas de organización política sin poder cimentar un Estado funcional. Fue “imperio” (1804-1806) cuando Dessalines se proclamó emperador con el nombre de Jacques I; fue “reino” (1811-1820) cuando Henri Christophe se proclamó rey como Henri I; ha tenido tres periodos republicanos; dos largas dictaduras (François Duvalier, 1957-1971; Jean-Claude Duvalier, 1971-1986) y trece presidentes desde 1990 hasta la fecha, algunos con dos o tres periodos, como Jean Bertrand Aristide. Hoy Haití estrena el magnicidio del siglo, después de que el 27 de julio de 1915 el presidente Jean Vilbrun Guillaume Sam fuera linchado por una turba enardecida.
Desde la caída de su último dictador, Jean-Claude Duvalier, la excolonia francesa apenas ha contado con breves episodios de estabilidad. Durante trece años (2004-2017) fue un Estado militarmente intervenido por una fuerza internacional creada por el Consejo de Seguridad de la ONU y conocida como Misión de las Naciones Unidas por la Estabilidad de Haití (Minustah). Con la muerte de 96 de sus miembros en el terremoto del 2010 y una crónica callada de escándalos, esta misión fue disuelta, quedando el país bajo el dominio de sus indómitas fuerzas. Se reafirma así la maldición que parece tatuar su oscuro destino: Haití no puede vivir un minuto a su propia suerte.
El reciente asesinato de Jovenel Moïse ha hundido al país en un abismo institucional: sin un presidente de la Suprema Corte; sin un parlamento, clausurado por la llegada de su término y el aplazamiento de las elecciones legislativas en el 2019; con un presidente gobernando por decretos desde principios de este año y enmiendas aún no aprobadas sobre la línea de sucesión —hoy unos opinan que es al primer ministro a quien le toca reemplazarlo; otros sostienen que la designación la debe hacer la Asamblea Nacional (si el cambio corresponde al último año del mandato presidencial)—. Para colmo, antes de morir, el presidente Moïse nombró a Ariel Henry en sustitución de Claude Joseph como primer ministro, pero aquel no pudo prestar juramento. Todo parece estar urdido para el caos; solo faltaba lo que finalmente sucedió: el asesinato del presidente.
Moïse, pupilo de Martelly y quien llegó al poder con una participación electoral de apenas el 15 % de los registrados, confrontaba su peor crisis de gobernabilidad, avivada por protestas sociales, motines y saqueos. La crispación política, debido a la prolongación de su mandato y las insatisfacciones populares en medio de la pandemia, fue aprovechada por pandillas tenebrosas que implantaron el pánico con una escalada nunca vista de secuestros.
El cuadro de hoy no es más que un déjà vu: la imagen del mismo relato. Y es que la estructura de control del poder en Haití no ha cambiado. Sigue dominado por clanes familiares y empresariales que controlan las relaciones de poder, la economía, parte de las donaciones, las importaciones y las contrataciones públicas. En Haití el verdadero poder está en manos de esos intereses. De hecho, en febrero de este año, en una entrevista concedida al diario español El País, Moïse denunciaba un golpe de Estado organizado por un grupo de familias “que controlan los principales recursos del país, que siempre han puesto y quitado presidentes y que utilizan la calle para crear desestabilización”. Y es que los centros de poder en Haití —como el propio Gobierno, los partidos y las mafias empresariales— organizan, financian y operan pandillas armadas para perturbar. Tal situación es aprovechada por el narcotráfico y el crimen organizado para consolidar sus operaciones impunemente.
Las potencias occidentales han jugado al olvido con Haití. Una omisión histórica insensible. ¿A quién podrá interesarle una nación ancestralmente violenta, políticamente inviable y donde un 60 % de la población, o sea 6.3 millones, sigue siendo pobre y el 24 %, o 2.5 millones, en situación de pobreza extrema? ¿A quién le provoca una economía de subsistencia sin una estructura productiva? Haití es un drama espantoso de desigualdad en el que el 20 % más rico posee el 64 % de los ingresos totales y el 20 % más pobre solo tiene el 1 %. Mientras prevalezca ese cuadro de inequidad, la inestabilidad social será ley de vida.
Estemos claros: Francia tiene una deuda histórica con el destino de la que fue su colonia desde 1697 hasta el 1804. Haití (Saint Domingue) fue en el siglo XVIII una de las posesiones más ricas de su imperio colonial. En el año 1780 producía cerca del 40 % de todo el azúcar y el 60 % del café que consumía Europa. Haití fue el granero insular de Francia, abundante en producción de café, tabaco, cacao, algodón e índigo, tanto que Francia tuvo que importar un 30 % del comercio de esclavos de todo el Atlántico para mantener en marcha esa descomunal plataforma productiva. Pero, no conforme con esto, Haití, ya independiente, para obtener el reconocimiento diplomático de Francia se obligó a pagar un arancel del 50 % de la reducción a las importaciones francesas y una indemnización de 150 millones de francos, o sea tres veces más que lo que le pagó Estados Unidos por Louisiana.
Estados Unidos, por su parte, en 1915 ocupó militarmente a Haití hasta el 1934 por razones económicas: evitar que una creciente migración alemana en la isla mantuviera el control del comercio internacional y controlar las aduanas para recibir los pagos de las deudas de Haití con Estados Unidos y Francia. El 40 % de la renta nacional fue utilizado para afrontar el pago de la deuda a los bancos estadounidenses y franceses. A partir de entonces la nación norteamericana ha apoyado todos los regímenes de fuerza y sangre siempre que protejan sus intereses ideológicos, geopolíticos y económicos.
Haití no es un problema nuestro. La vecindad no nos impone mayor obligación que la que nuestra pobreza nos permite. Y aun así hemos hecho más de lo que Francia ha debido; hoy tenemos cerca de un millón de haitianos trabajando al amparo de una política de tolerancia migratoria. Nuestras maternidades públicas son demandadas por parturientas haitianas y no promovemos crímenes de odio a pesar de los prejuicios históricos que nos separan. Pese a eso, no faltan foros en Francia, Canadá y Estados Unidos que nos endilgan la condición de esclavistas o tratos de apartheid. Sí, esa misma Francia que importó y diezmó cerca de un millón de esclavos africanos para explotarlos y exterminarlos en tareas forzosas y en hacinamientos inhumanos.
Para Haití seremos voz y apoyo solidario en cualquier foro internacional, pero nunca cargaremos con una tragedia que nos sobrepuja. Parte de su historia de espanto tiene responsables, nombres e intereses: que resuelvan ellos. Podemos prestar nuestros medios, vías, puertos, infraestructuras y gestión para canalizar la ayuda internacional a Haití, pero jamás cargar con una cuota migratoria ni de soberanía de mayor peso. Haití es un problema de Occidente. En la República Dominicana no hay solución.
*Abogado y escritor. Artículo publicado En Directo, Diario Libre, 15 de julio, 2021.