El “hombre de trabajo” es, en la tradición machista dominicana, una condición que honra muchos cumplidos. Y es que en ella yace de alguna manera la idea de utilidad económica del macho (como proveedor).
Por José Luis Taveras*
En la cultura dominicana, “ser bueno” es una condición socialmente estimada. La bondad no alude necesariamente a la integridad o rectitud de carácter, sino más bien a la sumisión al sistema. Una persona buena es la que “no se mete con nadie”; eso supone evitar juicios, conflictos, contradicciones y hasta exposiciones. Cuando no implica ausencia, el bueno, al menos, hace lo que el mundo espera: parecerse a todos. Es la persona correcta, neutral o la que mide sus actos, apariencias y tonos para no ofender.
Si bien la virtud del bueno reside en su acato u omisión, esa condición no es suficiente: suele asociarse a otras que rematan su perfil cultural. Así, el bueno es “la persona de trabajo”. Si alguien quiere validarse en nuestra cultura, el trabajo será siempre la primera apelación, como si algunos estuviéramos dispensados. El “hombre de trabajo” es, en la tradición machista dominicana, una condición que honra muchos cumplidos. Y es que en ella yace de alguna manera la idea de utilidad económica del macho (como proveedor). Ese sobreestimado cumplimiento, en ocasiones, exime de otras tantas obligaciones no menos relevantes, como el respeto y la consideración a la pareja, por ejemplo. Entonces, además de “no meterse con nadie”, el hombre bueno es también “quien vive para su trabajo”.
Igualmente, el bueno “es el que no anda buscando las cosas” y esta expresión se refiere a la persona anónima y ajena a aquellos compromisos que desbordan sus propios intereses. Difícilmente los sujetos activos, destacados, determinados, de criterio o valor propios sean tenidos como buenos. Es que se presume que quien participa siempre anda buscando algo y es visto con ojeriza. También la bonhomía suele imputarse a la víctima de una situación o relación; eso explica la socorrida propensión del dominicano a adelantarse a cualquier juicio con la temprana victimización, convencido de que quien llora primero gana la mitad del pleito.
Los buenos tienen sus valoraciones dependiendo del rango social: así, si se trata de un insolvente, entonces ya no es bueno: es un “pobre infeliz” o “un pobre diablo”. Tal como lo leen: el infeliz, en nuestro lenguaje coloquial, es un desgraciado o un despreciable, pero, si es pobre, es una persona buena. Lo del “pobre diablo” me provoca resistencia por no hallar la conexión lógica entre un demonio sin bienes y un bueno indigente. Si algo me permite ceder, es conocer la costumbre del dominicano de agregar “el diablo” a cualquier cosa, cuando quiere enfatizar, exagerar o destacar su expresión; en ese sentido, el diablo es una tilde o acento emotivo del lenguaje oral y solo bajo tal comprensión cobra algún sentido encontrar una persona “más buena que el diablo”.
El bueno con riqueza, por su parte, es un “don”; así, el respeto del don no solo viene dado por la nobleza, los bienes o la edad, sino también por sus méritos y uno de ellos es ser bueno. Al rico bueno se le reclama generosidad; podrá reunir todas las condiciones necesarias de la bondad dominicana, pero si no suelta, entonces es un viejo tacaño.
Buena es también la última cualidad que la conciencia o la culpa le reconoce a la víctima de un chisme; así, en la clásica conversación sobre una persona ausente es común escuchar: “ella es una fracasada, le es infiel a su esposo, no le gusta trabajar, pero, en el fondo, es una persona buena”.
El bueno no reclama derechos, acepta las cosas como son, le da valor a lo ajeno y se recoge en su aparente modestia. Tanto más ausente y apocado, tanto más bueno.
Hay también líderes buenos. Para esos las formas son tan esenciales como el fondo. Modelan su vida pública al calco de lo que los demás quieren o piensan; se alejan de las posiciones comprometedoras y huyen de los debates. Sus juicios son abstractos, sus valoraciones impersonales y su discurso vago, indistinto y pálido. Son excepcionales teóricos de lo obvio. Usan un lenguaje celoso envasado en fórmulas prefabricadas (clichés) para no lastimar sensibilidades. No confrontan ni discuten, apelan al entendimiento y andan armados de una retórica optimista. Concilian a Dios y al diablo y en sus comprensiones, todos tenemos la razón. Para ellos, nadie es bueno ni malo.
Pero si usted no responde a ninguna de las condiciones referidas no se preocupe, que tarde o temprano moriremos y ese hecho o momento será suficiente para otorgarle la estimación negada durante la vida (aunque al final ni se entere) porque, entre dominicanos, basta morir para ser “un hombre bueno”. Sin embargo, si lo quiere ser en vida, para ganarse el prestigio social que tal virtud confiere, le dejo este decálogo de diez grandes deberes:
1. Nunca se refiera ni aluda a nombres propios para emitir un juicio de valor. Siempre hable de forma genérica, neutral y abstracta.
2. No asuma posiciones, muchos menos contradictorias.
3. Encuentre virtud hasta en lo mediocre con tal de no lastimar sensibilidades.
4. Caiga bien a todo el mundo y esté siempre con la opinión mayoritaria.
5. Apele al “entendimiento” sin proponer cómo.
6. Mida el efecto de las palabras más que lo que quiera comunicar.
8. No demande ni se queje; al final, todo tiene un propósito.
9. No se involucre más de lo deseable con tal de evitar la exposición.
10. Tenga siempre una opinión universalmente comprensiva de los demás.
Al parecer, vivimos en una sociedad muy, pero muy buena.
*Abogado y escritor. Artículo publicado En Directo, Diario Libre, 25 de febrero, 2021.