Por Nassef Perdomo Cordero*
En los últimos años, el debate público en nuestro país se ha caracterizado por la altisonancia y la estridencia, de nada nos sirve negarlo.
Para muchos, la necesidad de cambios políticos era tal que naturalizaba la clasificación de los dominicanos en sólo dos grupos: impolutos e indignos. Para otros, lo justo era responder en el mismo tono.
Ambas posiciones suponían que esto era circunstancial. Sin embargo, pasado el período electoral, poco o nada parece haber cambiado, lo que debe llevarnos a reflexionar.
La virtud de los sistemas democráticos es que permiten que posiciones diametralmente opuestas tengan una oportunidad similar de competir por el favor de las personas. En principio, lo que la democracia valora no es el bien absoluto, sino que confía en la capacidad para distinguir lo que es conveniente de lo que no lo es. No quiere decir esto que las mayorías estén libres de error, sino que son capaces de aprender de sus experiencias y corregir sus desaciertos.
Pero para que este sistema funcione es necesario que el costo de participación en la plaza pública no sea extremadamente elevado. Mucha gente valiosa se abstiene de intervenir si percibe que su reputación personal estará a merced de quienes prefieren atacar a las personas y no debatir las ideas.
El resultado es el empobrecimiento del intercambio de ideas y opiniones en el que se fundamenta el proceso democrático.
Hace ya unas décadas, el entonces presidente de los Estados Unidos Bill Clinton lamentó lo que llamaba “la política de la destrucción personal”. En la República Dominicana no estamos lejos del alcanzar un nivel de crispación en el cual el debate político se reduzca a un ataque personal tras otro.
Quienes intentan intervenir se encuentran con un fuego cruzado de insultos y descalificaciones, y muchas veces se convierten en su blanco fijo.
El propósito es claro: lograr excluir las ideas del debate, y reducirlo a las pasiones. Muchas veces las más bajas. Si no aceptamos las diferencias y creemos que quien opina distinto es un enemigo por destruir, será poco lo que podremos debatir.
De hecho, estamos creando un ecosistema social en el que los groseros sin nada sustancioso que decir llevan ventaja. Y eso es un paso, más grande que pequeño, hacia el florecimiento de proyectos políticos autoritarios. Todos debemos hacer un alto; lo que está en juego es mucho más que el futuro inmediato. Nos hace falta templanza.
*Nassef Perdomo Cordero, abogado. Publicado en el periódico El Día.