Si las cuentas iban a ser claras y transparentes, muchos bolsillos políticos se quedarían vacíos.

Porque en la política del país ha imperado desde el retorno a la democracia – a finales del siglo XX – la más descarnada y desvergonzada corrupción.

Madrid, Valentí Popescu
Vespasiano, el emperador romano (23 – 79 d C), es el autor de la frase “non olet” (no huele). Se la dijo a su hijo, al reprocharle este que el imperio ganase dinero con los mingitorios públicos de los que sacaba urea para fabricar tintes. Y si en la Roma imperial imperaba el “no huele”, en la Rumania actual – veinte siglos más tarde – impera el “no apesta”.

Porque en la política del país ha imperado desde el retorno a la democracia – a finales del siglo XX – la más descarnada y desvergonzada corrupción. En realidad, toda Europa Oriental padece la lacra de la corrupción, pero quizá en ninguna nación de la zona el problema se haya afincado en el Parlamento con más ahínco que en Rumania. Sobre todo, la política fue opaca durante la larga era en que gobernó en el país la “nomenclatura” excomunista que se puso la etiqueta democrática de “socialdemócratas” (PSD) para seguir mandando.

Mandando y cobrando. O, mejor dicho, mandando para seguir cobrando. Lo hicieron tanto y tan ostentosamente que el último mandamás del PSD – Liviu Dragnea – acabó condenado a penas de prisión por prevaricación y corrupción.

Tal llegó a ser el descrédito de Dragnea y su partido, que el presidente de Rumanía – el transilvano Klaus Johannis, antiguo alcalde de Sibiu – ganó las presidenciales del 2019 haciendo de la denuncia del PSD su caballo de batalla. Y eso le fue tan bien que un año más tarde su partido, el Liberal Nacional (PLN), ganó la generales con el mismo argumento principal.

Pero para formar Gobierno, el PLN necesitaba aliados, ya que el PSD seguía siendo la mayor fracción del Parlamento. Y los liberales de Johannis lograron la mayoría con ayuda del partido de la minoría magyar y la “Unión para salvar Rumanía” (USR). Este último partido obtuvo la cartera de Justicia y el titular de la misma, Stelian Ion, se erigió en el defensor acérrimo de la moralidad política. Con empecinamiento exigía una transparencia pública y total de todas las contratas gubernamentales.

Y tanta pureza dolía; dolía mucho. Amenazaba el pasado y el futuro. Porque ponía en peligro la carrera de muchos miembros del PLN (y también de otros partidos) por su conducta en anteriores legislaturas y, casi peor aún, amenazaba con dejar fuera de la rapiña gubernamental los 29.200 millones de € que está a punto de recibir Rumanía en ayudas de la Unión Europea. Si las cuentas iban a ser claras y transparentes, muchos bolsillos políticos se quedarían vacíos.

Así que ante la disyuntiva de defender la honradez o perder el poder (y, posiblemente, parte de los 29.200 millones), Johannis y el PLN decidieron echar a Ion.

Pero esto creaba un problema. El USR se retiró de la coalición y sin la Unión no había mayoría parlamentaria. Y sin mayoría, el reparto de los miles de millones comunitarios podría orillar a magyares y liberales. Así que Johannis hizo de moderno Vespasiano y empezó a tantear al denostado PSD para formar un Gobierno en minoría, tolerado por los diputados de Dragnea.

Hasta la hora de escribir esta crónica la operación “tolerancia y millones” va por buen camino y para que el reparto sea eficiente y poco transparente, Johanna quiere situar al frente del Gabinete minoritario a un militar – Nicolae Ciuca, ex jefe del estado mayor del Ejército – con fama de serle sumamente leal al presidente.