Tras 20 años infructuosos, los EE.UU. y sus aliados arrían la bandera, en tanto que los talibán resurgen con más ímpetu que hace cuatro lustros. El presidente Biden se consuela diciendo que se van, pero que no han perdido la guerra del Afganistán.
Madrid, Valentí Popescu
La retirada militar de los EE.UU. y sus aliados del Afganistán es doblemente amarga: por el fracaso y porque este fracaso – que ha costado la vida a 73.000 soldados aliados y más de 100.000 civiles, amén de un desembolso total norteamericano cercano a los dos billones de $ – se podría haber evitado.
La intervención estadounidense comenzó hace 20 años como una acción de limpieza contra la organización terrorista de Bin Laden (Alqaeda) y sus protectores, los talibán, que gobernaban en el Afganistán. Se concibió como un golpe de escoba.
Pero el “escobazo” falló. Bin Laden no pudo ser localizado hasta mucho más tarde y los talibán siguieron en su fanatismo político-religioso. Eso determinó a Washington a formar una gran alianza internacional, con los “señores de la guerra” de la zona como principal fuerza de choque local. Entre la infantería de los guerreros locales y las armas modernas de los occidentales, el régimen de los talibán sucumbió pronto.
Habría sido el momento ideal para un tratado de paz. Los talibán, desahuciados, se habrían avenido a grandes concesiones y la estructura operativa y financiera de Alqaeda estaba ya deshecha. Washington no lo vio así y optó por mantener una presión militar absurda.
Y es que la ocupación militar estaba condenada de antemano al fracaso. La orografía afgana es un escenario ideal para la guerrilla, la fidelidad de los aliados uzbekos, tadchidos y hazaras no fue nunca de fiar y en un país pobre, la corrupción es una constante tanto en la paz como en la guerra.
Por si todo esto fuera poco, quedaba el Pakistán. Mientras este país siguiera siendo un aliado esencial en la política estadounidense de alianzas, ocupar Afganistán resultaba una misión imposible. Porque buena parte de las etnias fronterizas entre los dos países está constituida por pachones y porque por convicciones religiosas e intereses inconfesables (tráfico de drogas) pakistaníes y afganos hacían causa común desde hacía decenios.
Las guerrillas islamistas y los “señores de la guerra” que no hacían más guerra que la que les convenía en cada momento se refugiaban siempre en el Pakistán. Mientras este país fuera una vaca sagrada a la que los militares estadounidenses no podían atacar, la guerra afgana contra los talibán era imposible de ganar. Y no se ganó.
Los generales se lo decían a la Casa Blanca, pero los políticos de Washington no querían ver más que su verdad. Los progresos sociales y los pseudo progresos políticos que se registraba en los territorios del Afganistán bajo control occidental cegaban a los dirigentes estadounidenses que seguían emperrados en creer que a fuerza de millones y bombas acabarían con el nepotismo, corrupción y un fanatismo que han campado a sus anchas durante siglos en esas tierras.
Tras 20 años infructuosos, los EE.UU. y sus aliados arrían la bandera, en tanto que los talibán resurgen con más ímpetu que hace cuatro lustros. El presidente Biden se consuela diciendo que se van, pero que no han perdido la guerra del Afganistán.
Campoamor debió de inspirar al presidente cuando escribió que “no hay verdad ni mentira, todo es según el color con que se mira”.