Por Jesús Rojas
A mediados de la década de los años 60-70 del siglo pasado, en el Villa Duarte añejo y bucólico de entonces, circulaba por sus principales sectores un personaje y vecino único en su estampa, muy valorado por los servicios que prestaba a sus semejantes.
Se llamaba Juan García. Alto, gordo, ojos pequeños, de cachetes colorados adornados con un bigote “lengua e’ mime”, que servían de apoyo a una nariz pequeña, desdibujada en labios y pelo finos, los que siempre enmarcaba en una sonrisa bonachona.
Le apodaban Juan el Gordo. Residía en una modesta casa alquilada, con amplia galería para entonces, ubicada en la antigua calle Buena Vista, (hoy Calle 15), del sector de Simonico. Allí, junto a su esposa Celeste, una banileja blanca, de pelo largo y negro, de fina estampa y poco hablar, más joven que él, transcurrían sus días de altas y bajas.
Ambos habían procreado a sus hijos Juancho, el menor, y Estervina, la mayor. Ésta solía ser una niña andariega, “pata caliente”, como le decía su mamá, y “machera”, por socializar de manera sana más con los varones que con su propio género. Ella era la debilidad de su padre.
¿Por qué este hombre era apreciado por todos? No se le conocía un trabajo formal. Juan caminaba solo y a cualquier hora del día o de la noche, calle arriba y calle abajo. Un sombrero de ala corta y la clásica plumita roja en un costado. Con un maletín de color negro en su mano derecha, donde llevaba casi todo tipo de medicamentos para aliviar males ajenos. No tenía licencia de médico, practicante ni de enfermería. No era un hombre religioso y, aunque siempre andaba “mosca”, su mano amiga estaba presta.
Todos lo identificaban como el boticario del barrio. En su interior cargaba estetoscopio, jeringuillas, ungüentos, cataplasmas, relajantes musculares, anestésicos, algodón, pastillas y antibióticos para frenar males venéreos, aliviar mujeres parturientas y menopáusicas, y hasta realizaba cirugías menores. En fin, todo lo que pudiera mitigar el dolor de sus vecinos. Nadie sabía cómo ni de dónde obtenía los medicamentos que dispensaba. Y eran genuinos, porque daban resultados.
Eso sí, cobraba por sus servicios. Y en circunstancias de extrema pobreza del beneficiado, regalaba sus productos sin pensarlo dos veces. Algunos decían que Juan, incluso prestaba hasta dinero a quienes pudieran pagarles los réditos. Despachaba sus servicios de manera discreta por una pequeña ventana que daba a un costado lateral de su casa, entrando por un amplio callejón.
Los vecinos valoraban tanto a Juan el Gordo, que éste siempre estaba disponible a toda hora. Un dolor de muela a las cuatro de la madrugada, allí estaba Juan. Una migraña inoportuna, ahí venía Juan. Una piedra en los riñones a las seis de la mañana, otra vez Juan. Una indigestión luego del “chao” de las doce, llamen a Juan; un paciente con fiebre alta o cáncer terminal desahuciado en el hogar, Juan presente.
Siempre llevando alivio sin importar la hora ni lugar.
Tanto creció la fama de Juan el Gordo en el vecindario, que la envidia de un malvado no se hizo esperar. Al amanecer de un día menos pensado, su casa se llenó de policías armados y con mala cara. El chivatazo y el allanamiento fueron brutales. La Policía cargó con cajas y cajas de medicamentos. Se le acusó de práctica ilegal de la medicina. Y desapareció por unos días. Lo extrañaron mucho en El Faro, La Francia, Los Pinos, Los Molinos y hasta Los Mameyes.
Cuando regresó a su hogar, ya en más bajo perfil, solía sentarse en una mecedora en la galería de la casa, a tomar el fresco en horas de la tarde. Se le notaba cabizbajo, meditativo, pensativo. Lucía decepcionado y con poco entusiasmo por la vida. Ya no era el mismo Juan el Gordo. La sonrisa desapareció de su rostro. La diabetes lo limitaba y la presión alta lo tenía en la mirilla dada su obesidad y cierta condición cardíaca.
Decían algunos vecinos que su único defecto era poseer o recatear lo que otro tenía. Quizás fueron algo crueles al juzgarlo, si se compara su carácter de entrega al prójimo y los servicios que prestó en sus momentos difíciles a miles de dolientes más o menos pobres que le rodeaban en el Simonico decimonónico, brechero, chismoso y pendenciero de entonces.
Lo cierto es que en una madrugada infausta cesaron los fuertes ronquidos de sus sueños perturbados, como también los quejidos suaves del gozo íntimo nocturno de su compañera de vida. Un golpe de presión le afectó el corazón. Apenas dio tiempo para llevarlo a un hospital, del cual no regresó ni siquiera salvado por sus propios medicamentos preventivos.
Celeste, su joven y hermosa esposa banileja, quedó viuda y a cargo de sus dos hijos huérfanos. Poco después ella se marchó del barrio sin decir adiós, al verse en soledad, sin protección ni amparo, y bajo intensas miradas con ojos de deseos. Según algunos, partió hacia los lares de sus familiares, en algún lugar de Baní.
Juan el Gordo o Juan el boticario quedaron plasmados en la memoria de todos aquellos a quienes les hizo el gran favor de aliviar sus dolores, con o sin el pago de sus servicios. Por encima de la sempiterna ingratitud, cumplió con el primer deber de todo ser humano: servir al prójimo como a sí mismo. Ese era Juan el Gordo, el boticario en tiempos solidarios…