La protesta civil organizada y autorizada es un derecho ciudadano garantizado en la Constitución. Lo que la Carta Magna no avala es que elementos, convertidos en turbas y en acciones vandálicas por las razones que se invoquen, se dediquen a destruir la propiedad pública, violar la ley y poner en peligro la vida de los demás.
Por Jesús Rojas
Lo del diputado Pedro Tomás Botello Solimán, PRSC-La Romana, no tiene nombre. Este legislador, político, profesor, abogado y escritor se ha dado a la tarea de defender una causa, cuyo mérito o desmérito no viene al caso, por los medios de la violencia y la desobediencia civil, los menos recomendados. Este “ejemplar honorable” del Congreso ha protagonizado una serie de episodios en los últimos años, reseñados en la prensa nacional y que no vale la pena reiterar aquí por ser de todos conocidos, en sus afanes por el retorno del polémico 30% del fondo de pensiones del Estado, pendiente de trámite en el Congreso Nacional.
La refriega vandálica más reciente se registró el jueves 4 de febrero, otra vez frente al Congreso Nacional. En esta ocasión, hubo un poco más de lo mismo: insultos, desacatos, improperios, botellazos, forcejeos con los agentes del orden, pedradas; incluso un herido, en los reclamos que por sus formas más que por el fondo no dejan de ser típicos del “tigueraje” popular o del bajo mundo.
En el nuevo episodio, Botello llevó el asunto un poquito más lejos. Se repitieron los daños materiales a la sede legislativa. Se destruyó cristales de ventanas de oficinas. Se derribó una verja de seguridad perimetral y hubo que desalojar de emergencia a varios legisladores de la sede legislativa, cuyas vidas se vieron en peligro durante más de dos horas por la turba inducida.
Más aun, en la convocatoria del legislador se violaron todas las normas preventivas de bioseguridad para aplanar y revertir los efectos letales de la pesadilla de la pandemia, algo que no le preocupa a Botello, como tampoco el número de contagiados por el virus en cada uno de sus encontronazos para obtener lo que quiere.
La protesta civil organizada y autorizada es un derecho ciudadano garantizado en la Constitución. Lo que la Carta Magna no avala es que elementos, convertidos en turbas y en acciones vandálicas por las razones que se invoquen, se dediquen a destruir la propiedad pública, violar la ley y poner en peligro la vida de los demás.
A Pedro Botello sólo le falta destruir todas las puertas y ventanales del Congreso. Ingresar armado a sus pasillos y, amparado en su impunidad –perdón, digo su inmunidad–, desmantelar las oficinas de sus colegas, y pasarle “factura” a quienes considera sus adversarios por no hacer lo que él demanda en favor de sus intereses particulares. De ahí al Palacio Nacional, un paso.
Y por si fuera poco, aupado por su beligerancia de teatro o tragicomedia greco-Romana, Pedro Botello ingrese por la puerta principal del Congreso coronado con los cuernos de bisonte en su cabeza, el báculo de poder, los colores patrios, la piel de combate indios y el odio africano, para imponer así su reinado de violencia y chantaje en nombre de la “justicia.” Cualquier parecido con lo ocurrido en Washington, D.C. el pasado 6 de enero, es pura coincidencia.
La Comisión de Ética de la Cámara puede y debe tomar acción. Llamar a capítulo, o incluso expulsar del cuerpo, a uno de sus miembros en falta por violar las reglas más elementales del debate civilizado: el respeto al derecho ajeno, la convivencia y el reclamo pacíficos, como sugiere el reclamo del senador Alexis Victoria Yeb, PRM-María Trinidad Sánchez.
Los diputados, muchos de los cuales no gozan de muy buena fama, aun están a tiempo de prevenir una tragedia. Le evitarían a la nación otro daño irreparable, en medio del desafuero de este “honorable” incontrolable.
Porque lo de Pedro Botello no tiene nombre. Por encima de la ley, y más con los cuernos de bisontes en acción, embiste arma en ristre al Congreso Nacional, pisoteando las normas más elementales del decoro y la decencia, sin consecuencia alguna. En fin, la banalización de la violencia.