Ahora, el país que se consideró a sí mismo como el paladín de la democracia, también tiene su muro. No de piedra ni cemento como el de Berlín, sino de rejas y alambre de púas a lo largo de siete kilómetros para que nadie pueda acercarse a los edificios de gobierno.
Washington, Diana Negre*
Es lo que dijo Ronald Reagan en junio de 1987 desde la misma muralla de Berlín que, durante 28 años, mantenía separadas a las dos Alemanias y era también un símbolo del imaginario “telón de acero” con que el Imperio Soviético tenía aislados de la “infección democrática” a los países del Este de Europa.
Ahora, el país que se consideró a sí mismo como el paladín de la democracia, también tiene su muro. No de piedra ni cemento como el de Berlín, sino de rejas y alambre de púas a lo largo de siete kilómetros para que nadie pueda acercarse a los edificios de gobierno.
Al Capitolio, “la Casa del Pueblo”, solo pueden llegar a los parlamentarios, los policías y los jueces. Seguro que no era este EL pueblo al que la Constitución americana quería dar acceso.
Y no sólo es el Capitolio, sino todos los edificios del Congreso, el Tribunal Supremo, la Biblioteca del Congreso y hasta el Jardín Botánico – enclavado en el área gubernamental — los que están ahora cerrados al público.
El país de otrora, con escasos controles, cuyos ciudadanos se consideraban con derecho a hacer lo que les diera la gana, dónde y cuándo querían, tiene ahora su centro de poder vallado, protegido por soldados en uniforme de combate y con armas pesadas, además de vehículos militares y coches y furgones policiales con luces blancas y rojas que señalan posibles motivos de alarma. Washington recuerda ahora al Berlín Oriental en la época soviética.
A lo largo de la Historia, las murallas han rodeado ciudades y hasta países, como la Gran Muralla china. Eran intentos FALLIDOS de proteger a sus habitantes de ataques militares. En Washington, estas vallas de hierro y alambre recuerdan más bien a los castillos medievales situados dentro del país pero rodeados de un grueso muro y una gran zanja de agua para repeler a posibles atacantes.
Ahora, el enemigo, según parece, está dentro. Son gentes de ideas contrarias a los gobernantes, algo que tampoco casa con la tradición política y la misma democracia de la que Estados Unidos quiere presumir.
La tolerancia ante ideologías opuestas es cada vez menor y se ha llegado a una situación totalmente opuesta a la de hace medio siglo: decenios atrás, los visitantes europeos se sorprendían de que en las ciudades norteamericanas todo estaba abierto, apenas había controles en los aeropuertos y casi no se veía policía. Ahora, tal vez sean los norteamericanos quienes se sorprendan de que en Europa se puede circular libremente por las ciudades y acercarse hasta las mismísimas puertas de los ministerios.
Tal vez la juventud de la nación norteamericana, nacida hace tan solo 300 años, todavía no haya asimilado las experiencias milenarias de otros lugares del mundo, invadidos y destrozados a pesar de sus fortificaciones.
Aunque los militares que protegen -no sé sabe muy bien de qué o de quién – estos edificios del Congreso y sus alrededores, tampoco tienen muy claro que las vallas, las armas y las sirenas sean suficientes para garantizar que nadie entrará a alterar la paz de los debates parlamentarios, pues a la que un ciudadano curioso se acerca demasiado, algún soldado le grita de forma amenazadora “lárguese de aquí”.
Con el historial de violencia policial de este país, el visitante se larga apresuradamente pues la policía de conocido gatillo fácil tiene fama de ser mucho más moderada que los militares -y son precisamente militares quienes defienden los edificios.
En general, los dos grandes partidos norteamericanos tienen actitudes distintas en cuanto a la función del gobierno, pues los republicanos tienden a poner el poder en organizaciones locales y el sentido común de los ciudadanos, aunque esto signifique a veces que están desprotegidos, mientras que los demócratas tienen apuestan más por el estado nodriza.
Ahora, con un gobierno monocolor demócrata y con la memoria del asalto al Capitolio a principios de año, cuesta imaginar que se recupere la libertad y falta de controles de antes.
Pero incluso entre las filas demócratas hay quienes empiezan a señalar que posiblemente se han pasado con tanto control. Nada menos que la representante de la ciudad de Washington, un bastión progresista como ningún otro en el país, ha advertido que semejante fortificación es inaceptable.
Esto no significa que desee eliminar los controles, sino hacerlos más discretos, a base de puentes levadizos y vigilancia electrónica. Una actitud muy explicable para quien representa a una ciudad como la capital norteamericana, que recibe cada año más de 20 millones de visitantes, lo que ayuda al bienestar de la urbe que, de todas maneras, ya se beneficia de la cantidad de abogados y políticos que la habitan, todos ellos con grandes medios económicos.
Aunque los museos están fuera del perímetro, el centro monumental es ahora inaccesible para el público y la atracción turística de Washington se vería muy mermada si insiste en defenderse de lo que considera sus enemigos internos. Pero ni dentro ni fuera hay paladines de la libertad que vengan a exhortar “señor Biden, derribe esta muralla.”
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.