En el presente habitamos en un mundo tan comunicado como desinformado, en el que la noticia falsa o manipulada compite ventajosamente con la veraz y en el que los medios de masa quedaron relegados a proveedores de información, esa que se comparte, manipula y destroza a diario en las redes sociales.
Por José Luis Taveras*
La libertad de expresión está rebosada. Pocas veces la sociedad dominicana ha sido tan pluralmente crítica. No sería justo quejarse de no poder opinar; sin embargo, de ahí a que nos escuchen es otro cuento. El reto actual es distinto: poder discernir la información, es decir, segregar en ella lo real de lo aparente, lo válido de lo artificioso, lo auténtico de lo apócrifo. Y es que la llamada “opinión pública” se ha vuelto un bullicio masivo cada vez más disonante en el que se mezclan intereses de todos los tonos. Hace apenas dos décadas, cuando la fuente era vertical, la información era un producto “procesado” por los grandes medios y tenía contados intérpretes oficiales; una dinámica de una sola dirección: de arriba hacia abajo. Lo demás era un mercado dócil de consumo. Con la explosión de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) ese concepto, ya masificado, se quebró en cascajos y la opinión pública pasó de lo abstracto a lo surreal, deviniendo en una noción inaprehensible. Si su existencia se dudaba desde Pierre Bourdieu hace medio siglo (La opinión pública no existe, 1973), hoy el tema convoca poco interés.
Basta considerar que, de consumidor pasivo, cada cuentahabiente de una red social es un generador activo de información (relevante o no), sin considerar lo extremadamente fácil que es inducir o crear tendencias artificiosas de opinión.
En el presente habitamos en un mundo tan comunicado como desinformado, en el que la noticia falsa o manipulada compite ventajosamente con la veraz y en el que los medios de masa quedaron relegados a proveedores de información, esa que se comparte, manipula y destroza a diario en las redes sociales.
Desde la década de los cuarenta y con los sociólogos Eliuh Katz y Paul Lazarsfeld se empezó a reconocer la figura del “líder de opinión” como aquella persona o institución con capacidad para influir en la conducta y actitudes de un colectivo, agregando valor a su forma de pensar o comportarse. Se consideraba como un filtro social que descomponía las ideas y las informaciones matrices; era una fuente de primera atención por su acabada formación y credibilidad.
La masificación horizontal de la opinión generada en las redes ha desplazado una buena parte de esos referentes y hoy cualquier improvisado con gracia histriónica convoca legiones de seguidores que, como rebaño, le rinden adoración. El líder de ayer es el influencer de hoy, con el lastre de que quien usa un micrófono o posa ante una cámara se asume como comunicador, y no siempre tiene la culpa, porque sus seguidores le hacen vivir la fantasía. El reservado espacio de aquellos “líderes de opinión” se ha ido llenando de todo tipo de ídolos, predominantemente de aquellos que satisfacen atenciones de ocio o entretención, en ocasiones etiquetadas como “arte”. De manera que ese “liderazgo” —algunas veces afirmado en contravalores— se acredita en la fama y no en la responsabilidad social, dos conceptos ajenos. Tal presunción es muy difícil de rebatir, sobre todo cuando se cuenta en carpeta con millones de suscriptores, seguidores, vistas o “me gusta” de fanáticos furibundos. Se acabó la discusión.
Lo cierto es que la demanda de contenidos o perfiles en las redes es una imagen calcada de lo que culturalmente somos y un espejo de los niveles de educación social. Somos una sociedad emotiva, inquisitoria, nihilista, prejuiciosa, escasamente reflexiva, repentista y relajada. No es casual entonces que las redes sean conductores naturales de ese carácter y que quienes conecten con tal impronta ganen afición masiva. Así, los llamados líderes de opinión de ayer no siempre se encontrarán en las redes de hoy, por más furias que traguen los que, estando en ellas, tienen otras sensibilidades u horizontes de educación.
Siempre he pensado que cada opinión tiene su espacio, momento y audiencia. En ese contexto, discutir en las redes —sobre todo en el estrecho espacio de Twitter— es perder el sentido de la utilidad. No creo que sea la plataforma adecuada para ensayos jurídicos, disquisiciones filosóficas o exploraciones del conocimiento. Es como montar el areópago griego en una gallera. Recuerdo a Adam Golberg: “Twitter es la unión del narcisismo a toda velocidad y el voyerismo a toda velocidad que finalmente han chocado en 140 caracteres”. Al menos hoy son 280 caracteres.
En las redes soy un practicante selectivo de la autocensura. De ahí que no trato temas polarizados o secuestrados por los fanatismos ideológicos; lo contrario sería desgastarme en una plática de sordos sin más provecho que sacar probablemente una ofensa personal. Estoy convencido de algo: en ese espacio no se debaten ideas, se discuten posiciones y estas responden a intereses.
Entrar a las redes sociales no es llegar precisamente a una academia; es ser parte de un conglomerado diverso, amorfo y vivo de pasiones, prejuicios, actitudes y opiniones. De hecho, Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, una vez dijo: “Facebook es ya el tercer país más grande del mundo, si consideramos su población, por lo que es capaz de mover más información que cualquier gobierno”. Y es que estas comunidades virtuales que hay interiorizarlas como las mismas calles de una ciudad —aunque en otra dimensión de convivencia— en las que uno puede tropezarse con cualquier trance o sorpresa, desde un acoso indeseado hasta un inesperado flechazo de amor. Es un espacio impreciso e inagotable, habitado por amigos extraños y cercanías remotas, donde no siempre lo que se deja ver es lo que es.
A pesar de los agravios, peligros y amenazas que supone hacer vida en ellas, prefiero el poder de decir, cuestionar y exigir desde el espacio que brindan, a vivir en un mundo como el superado, en el que el acceso a la información era un privilegio; la opinión de los medios, dogma; y la autocensura, la mejor manera de rendir la dignidad. Es cierto, cedemos en privacidad, intimidad y tolerancia, pero la compensación de tener voz propia será siempre un bien mayor. No creo que ninguna revolución en la historia haya logrado una conquista tan inmensa a favor de la libertad como la que las redes sociales han aportado a la civilización sin exigir una gota de sangre. ¿Un mal necesario? Probablemente, pero ya es tarde e inevitable para el resabio, porque, como decía Lisa Kleypas: “Hay cosas en la vida de las que uno no puede escapar: la muerte, los impuestos y Facebook”.
*Abogado y escritor. Artículo publicado En Directo, Diario Libre, 22 de julio, 2021.