Hoy, la gran mayoría es musulmana, pero constitucionalmente el jefe del Estado ha de ser un maronita; el presidente del Parlamento, un musulmán sunnita; el jefe del Gobierno, uno chií; y la máxima autoridad militar, un cristiano…, maronita o no.
Madrid, Valentí Popescu
El Líbano es uno de los grandes aspirantes actuales al título de “El mayor fracaso político del siglo”, aunque en realidad debería ser “de los siglos”, porque ha sido un país convulso desde la Edad Media.
Evidentemente, los méritos propios a tan triste galardón son propios, pero también son heredados ya que es una de las naciones del siglo XX (fue fundada en 1920) que inició su vida independiente en peores condiciones: en vez de nacer con una conciencia nacional, nació con una enconada fragmentación confesional.
La aparición del Líbano en el escenario internacional es fruto de la I Guerra Mundial y el consiguiente hundimiento del Imperio Otomano, al que el Líbano pertenecía como provincia. Francia patrocinó su creación como nación para afirmar su influencia en el Mediterráneo Oriental. Fue un gesto casi nostálgico: reafirmar la protección gala de la Edad Media de los cristianos del Oriente Próximo. En el caso libanés, los principales beneficiarios fueron los cristianos maronitas.
En realidad, Francia salió mucho peor parada que Gran Bretaña en el reparto de las posesiones turcas. Concretamente, el Líbano era un avispero de 19 comunidades identificadas por sus creencias mucho más que por sus etnias y a las que la Sublime Puerta había mantenido en frágil paz a fuerza de jenízaros y un reparto de poder administrativo en función del número de creyentes de cada fe.
Francia copió para el Líbano independiente la fórmula turca, pero desde 1920 y hasta la fecha, en el país sólo hubo un censo en 1932 y la realidad demográfica y confesional de hoy en día de sus 6 millones de habitantes nada tiene que ver con la existente el siglo pasado. Y esta es una de las grandes rémoras políticas de la República ya que mantiene unas proporciones de poder político que no se corresponden ni de lejos con la realidad.
Hoy, la gran mayoría es musulmana, pero constitucionalmente el jefe del Estado ha de ser un maronita; el presidente del Parlamento, un musulmán sunnita; el jefe del Gobierno, uno chií; y la máxima autoridad militar, un cristiano…, maronita o no.
Este divorcio entre la realidad social y la política generó desde el primer momento una carrera de egoísmos y exclusivismos, agravada después de la II Guerra Mundial por la irrupción del terrorismo islámico. En el Líbano, la rivalidad saudita-iraní ha llevado a una parálisis de la vida administrativa ya que Teherán tiene en Hizbolá una pieza clave parta mover las masas acorde con los intereses chiitas, mientras que Riad salva a los Gobiernos – hasta ahora, filo sunnitas – de tener que declararse en bancarrota.
La consecuencia es una situación agónica en la que nadie piensa en el interés del país, sino exclusivamente en el propio y el de sus partidarios. Incluso Hizbolá, que está asumiendo – solo para los musulmanes – una parca función de seguridad social, ayuda exclusivamente a los necesitados adictos.
Esta existencia precaria del Líbano, sobre el filo de la navaja, se ha traducido en dos guerras civiles; un desnivel económico brutal entre la población urbana y la rural (en su inmensa mayoría, musulmana); una casi suspensión de pagos (la lira libanes esta devaluada en un 90% y la inflación supera ya el 100%,); así como unas intervenciones militares israelíes (provocadas por el terrorismo de Hizbolá) fuera de todo contexto del Derecho Internacional, pero refrendadas por el ley del más fuerte.
Quizá lo más grave sea que dentro del país no haya nadie lo suficientemente convincente y poderoso como para poder decir y demostrar que es el más fuerte.