A primera vista, sorprende mucho que la nación tradicionalmente más estable y homogénea de Sudamérica haya llegado a perder la serenidad y el sentido común político.
Madrid, Valentí Popescu
El favorito de las encuestas para las presidenciales celebradas la semana pasada en Chile era José Antonio Kast, abogado de 55 años, exdiputado y chileno de primero generación ya que es hijo de inmigrantes alemanes. Y Kast ganó los comicios con el 27,95%.
Pero esta victoria no le asegura ni muchísimo menos la presidencia, que se decidirá en una segunda vuelta en la que competirán Kast y Gabriel Boric, de 35 años, segundo candidato más votado (25,71%). Porque desde la llegada de Salvador Allende a la presidencia del país, en Chile la política se hace cada día con más pasión y menos razón. Y en este contexto es imposible prever nada. La gente ha dejado de votar lo que cree más conveniente para votar contra lo que más odia. En este próximo desempate la elección no será tanto entre el ultra conservador Kast y el ultra izquierdista, Boric, sino entre una opción desmedida y otra igualmente desbocada, pero de signo diametralmente opuesta.
A primera vista, sorprende mucho que la nación tradicionalmente más estable y homogénea de Sudamérica haya llegado a perder la serenidad y el sentido común político. La situación es tanto más difícil de entender por cuanto la situación económica es mucho mejor en Chile que en la mayor parte de las naciones del subcontinente.
Quizá le explicación radique en una lacra mortal y casi invisible de la política chilena de los dos últimos siglos, hasta la aparición de Allende. Y es que la tan admirada estabilidad del país era en realidad una cautividad: el poder – y con él, toda la auténtica vida política del país – era la posesión exclusiva de un puñado de familias.
Esta situación acabó por reventar con el repudio instintivo del pueblo contra los partidos y los prohombres “de siempre”. Hasta aquí el fenómeno chileno siguió el patrón clásico, pero en versión morigerada en su primera fase; del centrismo inmóvil, anquilosado, del pasado se pasó a una opción extrema, el comunismo.
Esta fase fue efímera (el golpe de Estado de Pinochet acabó con ella) y dio paso a una espiral de irracionalidad. Ya no contaban las ideas ni los sistemas, sino la adhesión visceral a una persona. O dicho con más claridad : dominó el repudio a unas personas y unos recuerdos que muchas veces – la mayor parte de las veces – nada tenían que ver con los auténticos problemas del país.
Ahora, cuanto más radical. Intransigente y maximalista sea el programa ofrecido, mayor es la adhesión. Cuanto más feroz sea el candidato y el futuro que promete, mayor es el número de seguidores. Esto explicaría que a nadie en la derecha le haya molestado que Kast fundase un partido (“Partido Republicano”) para promocionarse a si mismo. Y explicaría así mismo que a nadie en la izquierda le inquiete que el joven jurista Boric se niegue a recibir un título universitario más que nada para no parecerse a Kast – tan jurista como él -, o que bautice a su agrupación “frente amplio” para que se le note el marxismo sin tener que proclamarse comunista.