En Riad todos los dirigentes coincidían desde hace lustros en la necesidad de un cambio profundo de los cimientos económicos y sociales del país.
Madrid, Valentí Popescu
Desde la entronización en el 2015 de Salman bin Abd al Aziz al Saud, Arabia Saudí – 215.000 km2, 36 millones de habitante, PIB per capitá de 56.000 $ anuales – está inmersa en una ambiciosa “revolución desde arriba” que casi nadie ha notado hasta el estallido de la guerra del Yemen.
El gran protagonista de esta revolución y la figura más destacada de la nueva política del reino saudí es el actual príncipe heredero, bin Salman (nacido en 1985), hijo de la tercera esposa de Salman bin Abd al. Pero el primer paso revolucionario lo dio el propio monarca al no nombrar príncipe heredero a un descendiente directo del fundador de la dinastía – Abd al Aziz al Saud – sino a un hijo suyo.
En Riad todos los dirigentes coincidían desde hace lustros en la necesidad de un cambio profundo de los cimientos económicos y sociales del país. Era evidente que, a la larga, la dependencia absoluta del petróleo era una opción suicida porque esta materia prima tiene un futuro muy corto. Y, también, porque con el bienestar generado por el “oro negro” la población ha crecido tanto que la juventud no tiene hoy en día ni presente ni porvenir… excepto la sopa boba de la política social del Gobierno.
Claro que si la necesidad de una reforma profunda y urgente era evidente, nadie se atrevía a emprenderla por miedo a desembocar en una revolución social y política. Este paso lo ha dado ahora bin Salman, pero a lo árabe: desde arriba, tascando el freno y con mucha ambición y fantasía, pero – y hasta ahora – más bien pocas medidas concretas de impacto social o industrial.
Y es que si bien las arcas del reino están llenas a rebosar, transformar un país desértico, poblado por gente que no tiene que trabajar para subsistir, en una sociedad industrial, competitiva y gravada fiscalmente en función de las ganancias es más fácil de soñar o pedir, que de poner en práctica. Tanto más, cuanto que el país se ve hostigado en el mundo musulmán y en el Oriente Medio por el Irán, chiita e imperialista; la guerra del Yemen, en la que los saudíes salen malparados, es el exponente más claro y cruel del antagonismo irano-saudí.
En estas condiciones el príncipe heredero desarrolla una especie de rigodón político en el que da pasos casi revolucionarios, pero muy comedidos; como, por ejemplo, el permiso a las mujeres de conducir, viajar solas o formas equipos de futbol, pero sin emancipación total. O la disminución del papel de la clerecía en la vida social. Este último paso es mucho más trascendente por cuanto la alianza de los Saud con el islam wahabita ha sido uno de los pilares de la dinastía desde finales del siglo XIX.
El mismo príncipe heredero ha roto con la poligamia y tiene una sola esposa, pero en el mundo de las mil y una noches no se puede ser un príncipe austero. Y es vox populi que bin Salman se compró un castillo en Francia por 300 millones de $ y adquirió un yate por más de 500 millones.
Esto luce en un mundo fantasioso y ansioso de éxitos y lucimientos. De ahí que nadie haya puesto el grito en el cielo en el Reino cuando el fondo estatal PIF compró por 300 millones de libras esterlinas el 80& del capital del club de futbol británico, Newcastle United. ¡Que los sauditas no iban a ser menos que los emiratos de Abu Dhabi – propietarios del Manchester United desde el 2008 – o Qatar, dueños del Paris Saint Germain desde el 2011!