Las voces que han intentado, a lo largo de este año, lograr un acercamiento DE POSTURAS y una visión serena de lo ocurrido, han tenido poco éxito. Y es difícil que lo tengan ante el continuado uso de las plataformas políticas para definir los lamentables hechos del año pasado.
Washington, Diana Negre*
Este pasado jueves, el Partido Demócrata de Estados Unidos lanzó la campaña electoral para las elecciones parlamentarias del próximo noviembre y para ello utilizó como plataforma el ataque de hace un año al edificio del Capitolio, donde unas turbas agitadas y seguidoras del saliente presidente Trump protestaban por lo que creían era fraude electoral.
Lo que ocurrió entonces quedará envuelto en una nube de confusión, en buena parte a causa de la negativa del Partido Republicano a participar en una comisión que había de estudiar aquel asalto al Capitolio. De esta forma, las investigaciones llevadas a cabo poco después no han estado en manos de una comisión imparcial y bipartidista, sino que ambos partidos van dando su versión particular, de acuerdo a sus intereses electorales. Debido a que los demócratas tienen la mayoría en el Congreso, es su versión la que ahora se divulga.
Ciertamente, hubo violencia y actos ilegales el 6 de enero del año pasado, pero es igualmente cierto que no hay una versión común de lo que entonces ocurrió: si para unos se trató de un ataque violento que intentaba de forma ilegal anular los resultados electorales, para otros fue un acto justificado en defensa de la democracia.
La primera discrepancia está en el número de víctimas, que ha estado en los titulares dentro y fuera de Estados Unidos y que ha sido casi general en España: 5 muertos. Y si bien es cierto que murieron por lo menos 5 personas, la única víctima directamente relacionada con el ataque al capitolio fue una de sus invasoras, una mujer que recibió un disparo de la policía del Capitolio.
El resto murió por otras causas como suicidios o un ataque al corazón, pero como se dio la coincidencia de que ocurrió cerca de los edificios del Congreso, se añade su número a la única víctima directa de los disturbios.
Lo cierto es que ambos campos están muy alejados, tan alejados como están entre sí los votantes de los dos grandes partidos norteamericanos que se han repartido el poder a lo largo de dos siglos y medio. Y no solamente esto, sino que la versión contraria es vista por el otro como una amenaza a la democracia y al futuro del país.
Las voces que han intentado, a lo largo de este año, lograr un acercamiento DE POSTURAS y una visión serena de lo ocurrido, han tenido poco éxito. Y es difícil que lo tengan ante el continuado uso de las plataformas políticas para definir los lamentables hechos del año pasado.
Si en el campo republicano algunos les quitan importancia y tratan de presentarlos como una protesta habitual, en bando demócrata los han convertido en un lema electoral, algo quizá comprensible ante las expectativas de fracaso en los comicios de octubre próximo: hay un gran riesgo para los demócratas de perder la mayoría en ambas cámaras del Congreso, lo que paralizaría la ya poco efectiva gestión del presidente Biden y acabaría con los sueños de imponer profundos cambios a la sociedad norteamericana.
Por razones todavía no determinadas, ya sea porque ven que les queda poco tiempo en el poder o porque ocupan los escaños una serie de legisladores con grandes ambiciones de cambio, los demócratas se comportan en el Congreso como si gozaran de mayorías tan amplias que pueden cambiar profundamente la sociedad norteamericana. Y en esto chocan con la realidad, pues en el Senado están empatados (50 senadores de cada partido) y en la Cámara de Representantes están a tan solo 6 escaños de volver a quedar en minoría.
En el pasado, su partido llevó grandes cambios al país en le época del presidente demócrata Frank D. Roosevelt, hace ya tres cuartos de siglo, pero aquellos eran tiempos de mayorías demócratas abrumadoras. Lo que ahora podría ocurrir es muy diferente: corren el riesgo de que sus grandes ambiciones, además de no materializarse, les impidan conseguir cambios pequeños pues si no consiguen se aprueben las leyes innovadoras que persiguen, abandonarán su mandato con las manos vacías.
A fin de hacerse una idea de las dificultades para un consenso político, basta con señalar que más de dos tercios de los republicanos siguen creyendo que el demócrata Joe Biden no ganó las elecciones. Da igual si tienen o no razón, porque estas mayorías significan que la política de los Demócratas no tiene eco más allá de sus seguidores.
Nuestros lectores ya han oído estos datos en los informativos españoles, pero lo que no se ha divulgado tanto es que nada menos que el 41% de los votantes independientes consideran que la violencia contra el gobierno puede estar justificada. Su porcentaje es incluso mayor que entre los republicanos (40%). Ni siquiera faltan demócratas en este recuento, pues así piensa el 23% de ellos.
Los porcentajes de apoyo para esta posible violencia han ido en aumento a lo largo de los años, pero la idea de enfrentarse al gobierno no es nueva: forma parte de la misma Constitución norteamericana, pues se incluye en las enmiendas aprobadas casi inmediatamente después de su adopción. Y es una cuestión que ocupaba las mentes de los fundadores de la patria desde el principio, pues precisamente esta posible violencia contra el Estado se considera una posibilidad aceptable desde el principio: en la segunda enmienda de la Constitución se expresa claramente que “no se puede cercenar el derecho de la gente a tener y llevar armas, porque una milicia organizada es necesaria para la seguridad de un Estado libre”.
Este es el mismo principio que ha permitido la proliferación de armas en manos de los norteamericanos, un país en que hay más armas de fuego que número de habitantes.
Desde el primer día, quienes fundaron Estados Unidos, emigrantes que habían huido de las tiranías de sus países europeos, se sintieron recelosos del poder público y establecieron en esta segunda enmienda de la Constitución.
Los Demócratas insisten en que el ataque al Capitolio fue un intento de golpe de estado, a pesar de la evidencia de que sus autores apenas tenían organización alguna. El Departamento de Justicia norteamericano, parece empeñado en buscar pruebas de lo contrario pero, en el año transcurrido, todavía no las ha conseguido, lo que no impide que los legisladores se apoyen ahora en estas acusaciones para lanzar su campaña electoral.
La acritud y el desencuentro que han caracterizado la política norteamericana de los últimos veinte años van camino de endurecerse aún más.