Armida nació en la Clínica Alfonseca de Moca, hija de una madre protectora y un Director de Escuela de Villa Trina.

Conversaciones con la Diáspora, (1-3)

Sin planes, sin saber sabiendo que el quererse era suficiente para enfrentar el destino, ambos embarcan como náufragos las sorpresas que “los países” siempre te guardan.

Por Rodolfo R. Pou

Este invierno, a pesar de estar limitado por la distancia y las restricciones de traslado que nos impusiera la pandemia, desde nuestros hogares, sentados vía el ya común Zoom, conversé y conocí la historia de Armida Peña, la propietaria del exitoso establecimiento Triple A Plaza en Nueva York.

Las herramientas y dotes que mejor provecho nos rinden son aquellos que nos otorgan los seres queridos de nuestra infancia y las experiencias que vienen con los años mozos. A esa y a varias otras enriquecedoras conclusiones llegué, en mi reciente conversación con un miembro de la diáspora dominicana en los Estados Unidos.

Hablar con Armida Peña, la emprendedora quien encabeza el más importante centro de reparación y capacitación en asuntos de electrodomésticos de New York es notar la importancia de los pilares que hicieron de ella, el ser noble, soñador y perseverante que es. Conocer a la orgullosa hija, hermana, sobrina, esposa y madre, es descubrir la historia de sus cimientos: su padre, José Elías Peña; su madre, Francisca Gómez y su tía, Rafaelina Peña. Por ello, lo que se planteó como una conversación de 40 minutos, se extendió a un relato gratificante de cuatro horas. Pues la agradecida afanosa oriunda de Moca no podía contar su historia, sin en gratitud, contar la de otros, sus pilares.

No bien habíamos iniciado y ya las emociones se presentaban en cada sílaba. Las lágrimas de gozo, de tristeza y agradecimiento estarían presentes a todo lo largo de nuestro intercambio. Por ello la necesidad de ceder el espacio que cada momento necesitó.

Armida nació en la Clínica Alfonseca de Moca, hija de una madre protectora y un Director de Escuela de Villa Trina, quien luego fungiera como empresario social, en tiempos donde el término aún no existía.

Goza de una niñez feliz y acomodada, a pesar de las limitaciones que la vida le presentaba a sus padres. Pero para superar esos momentos difíciles, siempre contó con quien hoy aún llama su segunda madre, su tía Rafaelina.

Durante su educación secundaria, conoce a quien termina siendo su cómplice de vida, Agripino Rodríguez. Ambos optan por casarse joven, en esos momentos donde la consciencia guarda más sueños que experiencia, lo cual confirman partiendo a New York al día siguiente de la boda. Sin planes, sin saber sabiendo que el quererse era suficiente para enfrentar el destino, ambos embarcan como náufragos las sorpresas que “los países” siempre te guardan. Oportunidad, con sufrimiento; incertidumbre, con recompensa y lo imposible, con trabajo.

Gracias a Elba, la hermana del Agripino, su joven esposo, los dos logran arrimarse como hace todo inmigrante al llegar a la gran ciudad. En un rincón en casa de un familiar. Pero con el mismo calor que te reciben los seres queridos, el frío comienza a empañar los sueños, cerrando las opciones que se veían tan claras desde un campo en el paraíso. De la ilusión de vida joven y de grandes oportunidades, la indiferencia del norte se asoma antes de darte cuenta de que te tiene entre sus vientos y aceras congeladas.

Y ahí, desde ese escenario de calor familiar y fría incertidumbre, Armida comienza a pasar sus días de adolescente casada, guardando cinta y cuidando de niños que pudieran llamarle tía, sin saber bien cómo cuidarse ella.

Recuerda que lágrimas ocuparon todos soles y lunas del primer año. Al punto de que su pareja le ofreció un regreso sin ataduras, hasta que lograra aceptar que su vida tenía que seguir más allá del calor de sus pilares. Pero como todo perseverante emprendedor, Armida se llena de valor, se puso un sueldo en mente y fijó su trayecto hasta alcanzarlo. Me dice, “Rodolfo, ese fue el último día que lloré”.

Continuará………