De esta forma, si bien Rusia tendría un efecto económico sobre Estados Unidos, no sería consecuencia de un diseño político, sino de las realidades de los mercados, especialmente en un mundo que pugna por salir de la recesión provocada por la pandemia.
Washington, Diana Negre*
Al seguir los vaivenes de las declaraciones rusas, ucranianas y norteamericanas en torno a una posible invasión de Ucrania por parte de Rusia, es fácil tener la impresión de que estamos viendo un juego de ajedrez, en que rusos y norteamericanos tratan de mover sus fichas.
El ajedrez, como nuestros lectores saben, es el fuerte ruso. Tal vez los norteamericanos, que viven en un país con inmigrantes de todas partes, tengan expertos del nivel ruso en este juego, pero a los mortales comunes como los escritores y lectores de estas páginas, nos será muy difícil seguir esta partida y más aún prever quién la va a ganar.
De momento, la crisis ucraniana ya ha aclarado algunos frentes internacionales, con el fuerte apoyo de China a Rusia, algo que seguramente ve como un medio de poner en dificultades a Washington y a la política de la OTAN. Menos claros son los frentes occidentales, con el país de Sigfrido, un héroe poco distinguido por su honradez y fidelidad, intentando contemporizar con el principal enemigo de la Alianza Atlántica toda vez que Rusia es, a la vez, el principal proveedor del gas que el país Alemania necesita para calefacción y para mantener en marcha su potente industria.
Para Estados Unidos, el envite ucraniano plantea varios dilemas, desde la política de la OTAN, que algunos quieren revisar pues consideran que habría que adaptarlas a las realidades de hoy, 73 años después de la creación de la Alianza Atlántica, hasta las más inmediatas realidades económicas, cuando el mundo se halla atenazado por una inflación que puede dañar el bienestar a que los países occidentales se han acostumbrado.
Esta inflación tiene más bien origen chino que ruso, pues es el producto más inmediato de la pandemia originada en la ciudad china de Wuhan, hace ya más de tres años. La pandemia del Covid no solo ha cobrado casi 6 millones de vidas en el mundo, sino que ha provocado secuelas económicas, especialmente una inflación a niveles no registrados en los últimos 30 años.
Hoy en día, se sitúa en el 7.5% en Estados Unidos y es probable que siga aumentando, porque el gobierno del presidente Biden dio a entender que, de agravarse la crisis con Rusia la subida del costo de la vida en Estados Unidos sería aún mayor y apuntó a un índice del 10%, algo que nos devolvería a la situación de 1981. Quienes recuerdan aquellos años, saben de la enorme dificultad por conseguir hipotecas debido a los intereses astronómicos.
El argumento de la Casa Blanca no es que las sanciones económicas contra Rusia aumentarian la inflación al perder importaciones baratas, pues Rusia exporta relativamente poco a Estados Unidos y tiene a 22 países por delante en volumen de exportaciones. Pero Rusia sí podría verse obligada a reducir sus exportaciones de petróleo y reducir suministros a terceros países, con la consiguiente subida de precios energéticos en general.
Un aumento de los precios de energía es dañino para todos -menos los grandes productores. Ahora que los norteamericanos se han convertido en una potencia productora de petróleo, parecerían al abrigo de este riesgo, pero en Estados Unidos la medalla tiene dos caras: la producción propia de petróleo ha crecido mucho y, además, no está limitada a los grandes consorcios de hidrocarburos sino que está muy extendida por el país con pequeños inversores que invierten sus ahorros debido a los incentivos fiscales que les ofrecen.
Y este es un aspecto positivo, pues los protege de subidas de precios, hay también un lado negativo, y es que los norteamericanos son también los mayores consumidores de energía del mundo, por encima del conjunto de la Unión Europea y de China. El aumento de precios de petróleo sin duda enriquecerá a los inversores del sector, pero hará crecer la inflación.
De esta forma, si bien Rusia tendría un efecto económico sobre Estados Unidos, no sería consecuencia de un diseño político, sino de las realidades de los mercados, especialmente en un mundo que pugna por salir de la recesión provocada por la pandemia.
En gran medida, todo esto escapa también al control del presidente norteamericano, como de los demás líderes de otros países. Lo que no significa que la opinión pública no le vaya a pasar factura y cuesta imaginar que la situación mejore mucho en los meses que faltan para las próximas elecciones legislativas: en noviembre, los norteamericanos eligen la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado.
Es tradicional que, en estas elecciones a mitad del término presidencial, el partido de la Casa Blanca salga perdiendo. En este caso, no tiene gran margen, porque en el senado hay 50-50 senadores de cada partido, mientras que en la Cámara la mayoría demócrata es de tan solo 9 escaños. Es decir, que si los Republicanos recuperan 5, los Demócratas quedarán en minoría en la Cámara baja, mientras que en el Senado basta con un escaño para dar control a los Republicanos.
De ocurrir esto, la ya difícil presidencia de Joe Biden puede quedar totalmente paralizada, especialmente porque hasta ahora se ha apoyado en los sectores más progresistas y le será difícil cambiar de rumbo y adoptar una línea más centrista.
Pero Estados Unidos es un país dinámico y con pocos escrúpulos para ajustarse a las realidades, ya sean económicas o políticas y, quizá, la segunda parte del mandato de Biden se ajuste a la imagen que dio durante su campaña, de líder pragmático y dispuesto a dialogar con las fuerzas políticas moderadas. A fin de cuentas, fue esta imagen la que le permitió llegar al Despacho Oval.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.