La responsabilidad ciudadana del servidor público tiene por sostén la Constitución de la República, proclamada el 26 de enero de 2010.

Napoleón afirmaba que “hay pícaros suficientemente Pícaros para portarse como personas honradas.”

Por Jesús Rojas*

Por definición, el buen servidor público debe desarrollar su misión en orden al bien común procurando el éxito personal e institucional y evitando el fracaso.

Ante todo, debe observar un comportamiento ético que lo libere de caer en el abismo por conductas inadecuadas o prohibidas, tanto por las normas como por las buenas costumbres o por la moralidad pública.

Los servidores públicos que no cumplen debidamente sus obligaciones o deberes incurren en responsabilidades que surgen de los diversos controles que la administración pública aplica sobre los mismos.

El término responsabilidad significa ser garante de las consecuencias de un acto. El servidor público, con sus actuaciones u omisiones, puede estar incurso en varias clases de responsabilidades.

La responsabilidad ciudadana del servidor público tiene por sostén la Constitución de la República, proclamada el 26 de enero de 2010, y la normatividad legal, empezando por la Sección II De la Ciudadanía, inciso 5 que reza: “Denunciar las faltas cometidas por los funcionarios públicos en el desempeño de su cargo.”

En cuanto al Estatuto de la Función Pública, el mismo documento fundamental señala en la misma sección, Artículo 146 sobre Proscripción de la Corrupción, lo siguiente: “Se condena toda forma de corrupción en los órganos del Estado. En consecuencia: 1) Será sancionada con las penas que la ley determine, toda persona que sustraiga fondos públicos o que prevaliéndose de sus posiciones dentro de los órganos y organismos del Estado, sus dependencias o instituciones autónomas, obtenga para sí o para terceros provecho económico.”

El inciso #2 de la misma sección remacha de seguido con mayor claridad: “De igual forma será sancionada la persona que proporcione ventajas a sus asociados, familiares, allegados, amigos o relacionados.”

Es decir, la conducta de los servidores públicos se enmarca dentro de un conjunto de principios y reglas que conforman una cultura administrativa de la ética pública. La ética del servidor público debe estar orientada por la honestidad, lo cual se traduce en rectitud y honradez en el obrar.

De igual manera deben ser parte de esta conducta los principios de responsabilidad, transparencia e imparcialidad. Y como si fuera poco, se le debe de sumar la eficiencia en el servicio reflejada en una conducta permanente de quien ejerce la función pública.

En términos generales, el servidor público debe observar una conducta integralmente pulcra en sus actuaciones en beneficio del interés colectivo.
Pero, ¿qué hacer con la corrupción, tan inherente al ser humano más que a las instituciones? Napoleón afirmaba que “hay pícaros suficientemente Pícaros para portarse como personas honradas.”

La corrupción per se es un acto en beneficio personal o de terceros, contrario a los valores fundamentales y que atenta contra el interés público y el bienestar común.

Del corrupto puede afirmarse que los códigos de ética jamás forman parte de su yo, viola el ordenamiento jurídico, perjudica la libre competencia, causa daño social y pobreza, concentra el ingreso y deslegitima al Estado.

Además, incrementa los costos, afecta el clima de negocios, quebranta el orden, lesiona la imagen y aumenta la desigualdad. Este flagelo universal es el peor lunar en cualquier sociedad.

En conclusión, todo servidor público, por mandato y por deber, es dueño de sus actos y esclavo de sus consecuencias, más aún en un estado democrático regido por una Carta Magna de derechos, deberes, obligaciones éticas y morales, cuyo desprecio ha generado tantos dolores de cabeza nacional.

*Jesús Rojas es sociólogo, periodista, escritor y especialista en multimedios.