Por Jesús Rojas
Ha llegado la temporada del año cuando se da rienda suelta a los excesos de la Navidad comercial. Cuando la principal motivación para festejar o celebrar con moderación no es el nacimiento de Jesús y su mensaje liberador y trascendental, sino el desafuero en casi todos los órdenes de la vida individual.
Comer en demasía, participar en orgías, beber hasta el colapso y todo lo que sume a la regla del desenfreno personal que se sintetiza entre los filósofos del materialismo histórico en la alegre frase “la vida es una sola”, y por lo tanto hay que asumir la actitud de un condenado en el pabellón de la muerte a quien le queda cumplir su último deseo antes de cantar el manisero.
Un reciente informe de la Oficina Panamericana de la Salud y de la OMS, realizado hace dos años, precisa que la República Dominicana ocupa el deshonroso séptimo lugar en el consumo de alcohol en el hemisferio, ya que de 35 a 40 porciento de la población dominicana es menor de edad e ingiere alcohol. El dato no es para sentirse orgulloso ni pensar en que haya futuro alguno en una nación en esas condiciones repetitivas.
El estudio conjunto precisa que en 2016 en el país se consumió en promedio 6.9 litros por persona. Peor todavía, una cuarta parte de la juventud mundial, es decir el 27 porciento entre los 15 a 19 años, consume alcohol. Y es que beber hasta intoxicarse, como parte del ritual de hombría y el acondicionamiento cultural, sigue estando de moda desde tiempos lejanos.
De ahí los resultados que tenemos: tragedias de tránsito, riñas personales, muertes, alzas en los seguros, enfermedades, gastos por servicios de hospitales, encarecimiento de la vida, etc., sin que las más de 50 destilerías o fábricas de alcohol en el país sean responsables de los efectos indirectos de su producto malévolo, por los ingresos que significan en impuestos para un Estado y una sociedad irresponsables que valoran a menos la vida ajena y vanaglorian el hedonismo.
El daño colateral de esa mancuerna que es Estado-Fábricas de alcohol ha llevado y continúa generando mucho daño, duelo, lágrimas, dolor, traumas, huérfanos, viudos e inválidos, más cuando se acercan estos días de celebraciones opíparas donde el cerebro estimulado por los espíritus destilados refleja aspectos recónditos e inauditos de la baja condición humana.
Si en verdad al Estado Dominicano, y en particular los legisladores en el Congreso, le importara preservar y prolongar la vida de sus súbditos, se podría empezar por una campaña mediática de educación, prevención y alerta permanente, además de hacer cumplir las leyes vigentes en centros de consumo y expendio.
Un impuesto al vicio sería formidable. Un gravamen del 1.5 por ciento a los productores de alcohol nacional –sin transferirlo al consumidor—para solventar la cadena de daños y pérdidas colaterales en sangre y muertes, que producen sus efectos en las vías públicas y las salas de emergencia de los hospitales públicos y privados. Pero eso es mucho pedir en un país que presume de moderno y civilizado, pese a estudios científicos valiosos sobre los efectos dañinos y fulminantes del alcohol en las células del cerebro.
Tal vez así se podría aliviar en algo la carga onerosa a los contribuyentes para suplir a los centros médicos públicos de los materiales necesarios para sus operaciones en situaciones de emergencia, como resultado de la mezcla de alcohol, gasolina, desenfreno, falta de educación y actitudes humanas irracionales.
En el transcurso de la vorágine, la zozobra y el alboroto nacional de fin de año que embriaga a muchos hoy, no hay tiempo ni espacio para la moderación, la vida sana y la reflexión. Al final, sólo queda el espanto, la impotencia y el dolor cuando el aguijón de la muerte azota de repente… Y ese no perdona. Mientras tanto, que viva la bebentina hasta el capítulo siguiente de esta trágico-novela nacional.