El Departamento de Justicia ha acusado a más de 300 personas de participar en el asedio al Congreso el pasado 6 de enero, y la investigación continúa. (Foto: Cortesía de la Voz de América).

Washington, Diana Negre*

Las reacciones de los políticos norteamericanos ante el ataque del día de Reyes al Capitolio han sido las que cabía esperar: condenas generalizadas y críticas al presidente Trump, a quien muchos acusan de haber atizado el fuego entre los manifestantes que protestaban por lo que consideran un pucherazo electoral para negar a Trump un segundo mandato presidencial.

No es de extrañar que los demócratas aprovecharan la ocasión para un nuevo ataque contra Trump, al que llevan ya cuatro años intentando expulsar de la Casa Blanca mediante el procedimiento conocido como “impeachment”, que inhabilita a los presidentes.

En los dos siglos y medio de la historia del país, ningún presidente ha sido expulsado de su cargo por este método, si bien el republicano Richard Nixon prefirió dimitir antes de que se le impugnara.

Aunque Trump también sobrevivió a su impeachment, ahora tiene el poco deseado honor de ser el primer presidente del país al que se somete a este proceso dos veces, aunque en esta segunda ocasión hay posibilidades casi nulas de conseguir su objetivo y, aún en el caso de lograrlo, tan sólo acortaría el mandato de Trump en un par de días, porque el miércoles próximo, 20 de enero, ha de abandonar la Casa Blanca para que la ocupe su sucesor Joe Biden.

A pesar de la futilidad de semejante esfuerzo, los legisladores demócratas han seguido la iniciativa de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, con verdadero entusiasmo. Todos los demócratas en masa votaron para iniciar el proceso, acompañados incluso de algunos republicanos.

Probablemente el proceso no seguirá adelante porque la moción de la Cámara ha de ser ratificada por el Senado que, además de tener mayoría republicana hasta el miércoles, no dispone de tiempo suficiente para analizar el caso y votar. Y el tiempo se acaba inexorablemente esta próxima semana, porque el “impeachment” es un proceso que tan solo sirve para echar a un presidente, no para juzgar al que ha dejado de serlo. Si sus acciones se consideran delictivas, hay en el país suficientes tribunales e instancias.

Incluso así, ha empezado ya el recuento de los posibles votos en este caso que difícilmente verá la luz: además de los diez republicanos que votaron con sus rivales demócratas en la Cámara, en el Senado se produciría lo mismo si llegaran a una votación. Y es muy interesante analizar estos votos en ambas Cámaras.

En algunos casos, como el de la congresista Liz Cheney, hija del que fue vicepresidente con George W Bush, el voto se puede atribuir al feudo entre las diferentes “familias” del partido, pues son bien conocidos la antipatía y desprecio que la “marca” Bush siente por Trump, algo que es mutuo y bien documentado: durante la campaña electoral de 2016, Trump ridiculizaba a Jeb Bush (hermano del ex presidente) por su “escasa energía” y durante toda la campaña y presidencia criticó la decisión de la administración Bush de haber atacado el Irak bajo el pretexto de que tenía armas de destrucción masiva (el chiste del momento, en aquellos años, era que Bush las había convertido en “armas de distracción masiva”).

En otros, probablemente los más, se trata de algo tan práctico como el futuro político de congresistas y senadores: si están en un lugar con simpatías demócratas, quieren ponerse a bien con la opinión pública para que no puedan atacarlos de “trumpistas”.

O tal vez podrían tener ellos mismos ambiciones presidenciales y, si bien Trump parece ahora herido mortalmente como futuro candidato, quieren asegurarse de que no vuelva a levantar cabeza.
Quien quizá podría estar por encima del bien y del mal, es el actual presidente de la Cámara, Mitch McConnell, quien ha dejado saber que critica las palabras de Trump y que tal vez podría votar en favor del impeachment. Pero dentro de pocos días pasará de líder de la mayoría al de la minoría, y allá tendrá que hacer encaje de bolillos para sobrevivir, él y su partido, a un gobierno monocolor en momentos de gran polarización política.

Tampoco los demócratas, a pesar del buen momento en que se hallan, lo tienen muy fácil: no hay que remontarse mucho para recordar que, dos años después DE que Obama llegara a la Casa Blanca, entre parabienes mundiales, un Premio Nobel de la Paz y entusiasmo de las masas, los demócratas sufrieron grandes pérdidas en el Congreso, hasta el punto de perder la mayoría en ambas Cámaras.

Además, a pesar del momento anti-Trump que se vive en Washington, no se puede olvidar que 74 millones de norteamericanos votaron por él y están a la espera de un sucesor, quizá más amable y menos polémico, que dé voz a sus resentimiento y acabe con las escasas mayorías demócratas en ambas Cámaras e incluso con la presidencia de Joe Biden dentro de cuatro años.

Quizá ello explique que algunos senadores demócratas, considerados “centristas”, dejen abierta la posibilidad de votar ocasionalmente con sus rivales republicanos.

Mientras ambos bandos forman sus batallones, el presidente Biden va anunciando algunos de sus propósitos y los miembros de su futuro gabinete y resalta su deseo de “unir al país”, algo más que difícil en estos momentos: tendrá que hacer malabarismos para atraer a los votantes de Trump y, al mismo tiempo, satisfacer su ala izquierda que ve llegado el momento de grandes cambios sociales y de una revancha contra quienes gobernaron en los últimos cuatro años.

Lo más fácil para Biden es abrir su talonario y emitir cheques de 1.400 $ a casi todos sus compatriotas para compensarlos por el Covid, o favorecer un incremento del 100% del salario mínimo (pasaría de 7,50 a 15,00 $ la hora).

Pero semejante generosidad iría acompañada de un fuerte aumento de una deuda pública que suma ya billones de dólares y una resistencia empresarial a grandes incrementos salariales, especialmente en momentos en que la economía aún no se ha recuperado de los estragos causados por la pandemia.

Y no le hará falta esperar mucho: en cuanto empezó a indicar sus intenciones, las bolsas lo recibieron con una fuerte caída, lo que en Estados Unidos tiene un significado distinto que en Europa: los inversores, además de un puñado de millonarios privilegiados, son empleados y trabajadores que van poniendo sus ahorros en diferentes fondos bursátiles para preparar su retiro y tienen una sensibilidad especial ante los vaivenes del mercado.

*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.