La segunda baza política de este (Pedro Castillo), fueron los evangelistas –una Iglesia de creciente influencia en toda Hispanoamérica– que han visto en el peculiar marxismo de Castillo un concepto socio-moral muy próximo a sus creencias.
Washington, Valentí Popescu
La victoria (aún oficiosa) de Pedro Castillo en estas elecciones presidenciales peruanas tiene muchas lecturas, pero dos de ellas son indiscutibles. Una es que el país no quiere de ninguna manera un o una Fujimori en la presidencia; y la otra es que a la élite limeña se le ha escapado el control político del país.
El fracaso de Keiko Fujimori, hija del antiguo presidente del mismo apellido, era previsto. La mujer ya había perdido las dos presidenciales anteriores – cómo ahora – por un puñado de votos. Sus tres derrotas se han debido ante todo a la losa del apellido. Con amarga ironía decían en su cuartel general que “…Keiko se presenta a las elecciones y estas las pierde el padre…”
En una competición pesan mucho los errores del perdedor – perdedora, en este caso -, y Castillo, un maestro marxista de 51 años, hasta ahora desconocido, nacido en una familia numerosa (tiene 8 hermanos) de la zona minera de Cajamarca, seguramente no habría ganado las presidenciales sin dos de los cambios registrados en los últimos años en el Perú.
El más importante es que las clases dirigentes, que tradicionalmente han dirigido el país, se han visto desbordadas por los cambios sociales del país. A la pérdida de contacto con la realidad hay que sumar también el hecho de que la élite peruana está tan dividida como el Parlamento nacional. Egoísmos, miopía política y menor protagonismo financiero de las clases dirigentes “de siempre” han permitido que los sectores indígena y andino hagan valer sus derechos. Y también han permitido que grupos sociales casi inertes hasta ahora – como los sindicatos – defiendan eficazmente sus intereses.
La carrera política de Pedro Castillo comenzó en el 2017 con una huelga nacional del sindicato de maestros. La huelga fue un éxito y los maestros aprendieron la lección; en estos comicios su labor propagandística ha sido el arma más poderosa de Castillo. La segunda baza política de este fueron los evangelistas – una Iglesia de creciente influencia en toda Hispanoamérica – que han visto en el peculiar marxismo de Castillo un concepto socio-moral muy próximo a sus creencias. Sin el decidido apoyo evangelista, Castillo probablemente habría perdido las elecciones.
En la carrera sindicalista de Castillo, este había hecho alardes de un marxismo casi radical. Pero de las huelgas a la presidencia hay un camino lleno de intereses – materiales y morales – y el maestro ultra marxista de hace un lustro se volvió moralmente conservador (rechazo de los matrimonios homosexuales y el aborto, por ejemplo) y económicamente tolerante con el capitalismo.
Así, ahora que tiene la presidencia al alcance de la mano ya no habla de la nacionalización de la industria minera, sino de “renegociación” con los inversores extranjeros de los contratos de explotación.
Solamente mantiene su promesa de nacionalizar el sector energético.
Todo esto puede ser positivo o negativo, pero en el enmarañado y amargo mundo político peruano constituyen argumentos de segunda. El equilibrio de fuerza en el Parlamento es tan grande como las incompatibilidades ideológicas y personales. Las componendas y las deserciones han marcado la vida de la institución.
Y si esto no bastara para amargarle la vida a un presidente con ansias renovadoras – Castillo ha prometido reformar la Constitución -, al ambiente parlamentario peruano hay que sumarle la impaciencia – impaciencia, para no decir intolerancia – : el país ha tenido cinco presidentes en tres años y dos de ellos, echados del cargo por incompetencia. Un defecto que parece menor cuando se dice en inglés y mirando a Washington D.C.: “impeachment”.