El tercer ejemplo – el de los EE.UU. – es el que se quedó más cerca del idealismo primigenio. Ha sido la única de estas cuatro revoluciones que no desembocó en una dictadura personal. (Imagen: Fuente externa).

Porque no sólo acabó César con la república – que decía que quería salvar – para dar paso a un imperio (aunque el primer emperador fuera Augusto por el asesinato de César), sino que Napoleón repitió la jugada, poniéndole cetro, corona y millones de muertos a la revolución que creía acabar con la monarquía y la opresión.

Madrid, Valentí Popescu
Si uno repasa los presuntos pasos trascendentes de la política llega a la triste y forzosa conclusión de que la Historia no para de burlarse de la humanidad.

Ahora mismo, en el Cuerno de África, todo un Premio Nobel de la Paz – el presidente etíope- acaudilla una guerra civil. Y en el Sudan, una asonada se inventa la destitución de quita y pon del presidente constitucional del país.

Y es que lo que los hombres creían lograr con grandes sacrificios (matanzas, opresiones, invasiones, conversiones a fuego y espada, etc.) acabaron la mayoría de las veces restaurando – pero aumentadas – las situaciones cambiadas a la brava y a la ciega. Y para refrescar la memoria, ahí van unos cuantos ejemplos de las convulsiones sociales más conocidas.

Es el caso de las cuatro revoluciones mayúsculas del mundo blanco: la de Julio César, la Revolución Francesa, la de los Estados Unidos der América y la bolchevique, de principios del siglo pasado. Las cuatro se hicieron en aras de la libertad y la justicia y las cuatro desembocaron en sendos imperios y haciendo mangas y capirotes a ambos valores morales.

Porque no sólo acabó César con la república – que decía que quería salvar – para dar paso a un imperio (aunque el primer emperador fuera Augusto por el asesinato de César), sino que Napoleón repitió la jugada, poniéndole cetro, corona y millones de muertos a la revolución que creía acabar con la monarquía y la opresión. Para que constase bien claro que la revolución se hacía por la fraternidad, igualdad y libertad, la destrucción bélica y la prepotencia gala se extendió a toda Europa. ¡Viva la revolución y sus imperios!

En defensa del emperador corso hay que decir que él no ideó ni promovió la revolución, sino que simplemente se apoderó de ella. De ella y de la inmensa fortuna y potencial humano que había acumulado la Francia monárquica. Estas fueron la razón principal de sus éxitos y sus guerras.

El tercer ejemplo – el de los EE.UU. – es el que se quedó más cerca del idealismo primigenio. Ha sido la única de estas cuatro revoluciones que no desembocó en una dictadura personal.

Pero las 13 colonias americanas que se rebelaron contra el imperio británico en aras de la libertad y la justicia acabaron siendo el mayor imperio de la Historia, imponiendo al mundo sus intereses, su forma de vida, su idioma (herencia británica) y sus guerras – desde la de Corea hasta la del Afganistán – por la más imperial de las razones: porque podían más que nadie. Consecuentemente, los EE.UU. han defendido la libertad y la justicia a lo largo y ancho del Mundo… siempre que fueran la libertad y la justicia de los Estados Unidos de América. ¡Viva la revolución y sus imperios!

La revolución bolchevique se hizo oficialmente para acabar con la forma despótica de gobernar de los zares. Y, ¡no faltaría más!, para acabar con los privilegios sociales y el imperio del terror policial. Igualdad, libertad y fraternidad a la rusa, versión Stalin. Y al igual que en los tres casos anteriores, el sangriento parto revolucionario desembocó en una situación calcada del régimen anterior, pero en “do mayor”.

Porque, de la mano de Stalin, el terror se perfeccionó en la URSS; la represión política fue más sangrienta y obsesiva que la de Iván el Terrible; el Gobierno, más dictatorial que el de la Horda de Oro, heredera de Gengis Khan; y los privilegios abusivos de la aristocracia zarista los heredó y amplió la burocracia del partido. Y al poder desmedido de los zares le sucedió el poder ilimitado (dentro de la URSS) del José Stalin. Sin cetro ni corona, porque no podía ser zar, fue tan solo secretario general. Pero con más poder que todos los que le precedieron en la cúspide del poder.

Hundidos en el más absoluto de los olvidos – el políticamente correcto –, la libertad y la igualdad, al nuevo régimen le quedaba la fraternidad para salvar siquiera algo del idealismo revolucionario. Y lo cultivaron y desarrollaron en el siglo XX de la más cainita de las maneras: con tanques, tropas e intolerancia absoluta. Es decir, como los imperios coloniales de los cinco siglos anteriores. ¡ Viva la revolución y sus imperios!