Y con los mitos no ha podido nadie; nadie… excepto el tiempo. Y dos decenios son muy poco tiempo para acabar con el mito de que una revolución traerá de verdad un mundo mejor.
Washington, Diana Negre*
El décimo aniversario del asesinato de Bin Ladín, en una operación de las fuerzas norteamericanas el 2 de mayo de 2011, tuvo poco eco en Estados Unidos, aunque es visto por todo el mundo como una de las grandes victorias estadounidenses sobre el terrorismo islámico.
Y si bien esto es cierto, nadie quiere acordarse de que en realidad Alqaeda, la organización creada por Bin Ladín, es mayormente un producto de los Estados Unidos.
Porque la promoción de Bin Ladín – un multimillonario saudita con más vocación de iluminado que de hombre de negocios – a líder del terrorismo musulmán la aupó Washington, involucrado en aprovechar la torpe invasión soviética de Afganistán de hace más de dos decenios para precipitar el hundimiento de la URSS. El Pentágono ayudó con dinero, armas y asesoramiento técnico a los mujaedin en su guerra de guerrillas y, dentro de este programa, a Bin Ladín en sus gestiones de creación de una trama de reclutamiento de voluntarios para la causa afgana.
El Pentágono hizo un trabajo excelente; tan excelente que años más tarde sus propios hombres no pudieron dar con Bin Ladín – ya enemigo nº1 de Occidente – en el entramado de cuevas de Tora Bora que los propios especialistas militares de los EE.UU. habían desarrollado como un refugio seguros contra el ejército soviético.
Pero los éxitos de Alqaeda (durante los años en que los tuvo) no se debieron solamente a los EE.UU. Se podría decir que esos éxitos fueron una especie de Fuenteovejuna terrorista.
Porque Alqaeda nació de la visión leninista de un ideólogo egipcio de los Hermanos Musulmanes que estaba convencido de que las masas depauperadas y desamparadas del mundo islámico carecían de fuerza para rebelarse y que esa rebelión tenían que generarla especialistas en la manipulación de masas y organización de sublevaciones. Era un calco de la subversión bolchevique trasladado a la comunidad musulmana.
Bin Ladín recogió la idea; los expertos del Pentágono le ayudaron a ponerla en práctica en el Afganistán; Arabia Saudita la financió mayormente mientras que el Pakistán prestaba una ayuda logística importantísima. Y el elemento clave para la supervivencia de Alqaeda lo aportó su propia incoherencia.
Y es que en lo álgido de la lucha afgana contra la URSS, Alqaeda galopaba sobre el entusiasmo de todos los antisoviéticos, pero no lograba – quizá, ni buscaba –montar un esquema de mando coherente desde la minúscula cúpula dirigente hasta las bases operativas.
Entre unas y otras había un espacio de nadie que hacía de Alqaeda más una etiqueta, un mito, que una organización. Eso de que la cúpula pensase estratégicamente y que las bases lo hicieran tácticamente y con plena autonomía funcionaba solo durante la euforia de los triunfos.
Pero en contrapartida, cuando las cosas iban mal, resultaba casi imposible acabar con Alqaeda porque los dirigentes eran intercambiables, prescindibles, mientras que los terroristas eran grupos inconexos que, si bien actuaban con elementos y motivaciones locales, se adherían a Alqaeda en aras del mito, no de una cooperación concreta.
Y con los mitos no ha podido nadie; nadie… excepto el tiempo. Y dos decenios son muy poco tiempo para acabar con el mito de que una revolución traerá de verdad un mundo mejor.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.