Allí, como en cualquier otra contienda militar, la victoria real tan solo se logra con la ocupación sobre el terreno y Afganistán es un lugar que explica los fracasos de las invasiones a lo largo de la Historia.
Washington, Diana Negre*
Hace pocos días falleció en Washington otro Donald, casi tan flamígero como el expresidente Donald Trump. Con él, acaba también su obra malograda: el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld moría el 29 de junio, casi al mismo tiempo en que el ejército norteamericano abandonaba Afganistán, el país ocupado por Estados Unidos cuando él era secretario de Defensa.
La guerra de Afganistán es la más larga en la historia de Estados Unidos, que se retira con el rabo entre las piernas a los 20 años de iniciarla y lanzarla en respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre dl 2001: no había transcurrido ni tan solo un mes, cuando las tropas norteamericanas se adentraban en un territorio que se vanagloriaba de ser “la tumba de los imperios”.
Y ciertamente, a lo largo de la Historia, ocupar este país no representó jamás una brillante expedición militar, costó enormes sacrificios y casi nunca tuvo éxito…y en ningún caso tuvo premio. Allí se empantanaron en tiempos modernos tanto el Imperio Británico (1839-1943) como el soviético, (1979-1989) aunque para el británico fuera más bien un pantano y para el soviético el principio del fin de un imperio que de todas formas daba YA sus últimas bocanadas.
Seguían una tradición de siglos: los árabes de la primera etapa musulmana, notorios en aquellos tiempos por sus conquistas relámpago, tardaron nada menos que 200 años en convertir todas las tribus afganas al Islam, los mongoles tuvieron batallas cruentas e incluso uno de los hijos de Gengis Khan perdió allí su vida y luego les llegó el turno a los persas safávidas, cuyo imperio se disolvió allí.
En esto les ha ayudado la geografía, con sus cordilleras de difícil acceso y de gran altura, que confluyen en la encrucijada del Pamir donde llegan el Hindu Kush, Pamir, Tian Shan, Kunlun, y el Himalaya.
En realidad, los EEUU empezaron a cavar su propia fosa hace medio siglo cuando intentaron desalojar a los soviéticos de Afganistán, en lugar de dejarlos hundirse en esa ciénaga por su propio peso: al armar a los “muhajeddin” con misiles tierra-aire a finales del siglo pasado, no solo debilitaron a los soviéticos, sino que dieron a la resistencia afgana una nueva confianza en sí misma y el entrenamiento para utilizar más adelante estas armas en contra de quienes en aquel momento les estaban ayudando.
Y efectivamente, 12 años más tarde los norteamericanos regresaban como invasores pero convencidos de su victoria como ocurre al principio de las guerras y de que no quedarían empantanados como invasores anteriores: “yo no creo en pantanos”, dijo Rumsfeld cuando le recordaron la experiencia histórica de las intervenciones extranjeras en Afganistán.
Pero después de los éxitos iniciales, se cansaron pronto y no acabaron la misión: a los dos años, Rumsfeld proclamó la victoria -pero no se fue del Afganistán, sino que trasladó el grueso de sus tropas al Irak, donde teóricamente había grandes arsenales de armas bajo el control de Saddam Hussein, un hombre que murió asesinado en la calle mientras huía y se ocultaba. Pero las armas que tanto habían buscado resultaron no ser de destrucción, sino de “distracción masiva”.
Y allí han seguido hasta ahora, con un costo de más de 2.300 vidas norteamericanas, que palidece frente a las 47.000 víctimas mortales afganas.
Allí, como en cualquier otra contienda militar, la victoria real tan solo se logra con la ocupación sobre el terreno y Afganistán es un lugar que explica los fracasos de las invasiones a lo largo de la Historia: el territorio es más que áspero, tanto por su orografía como por su clima extremo; sus habitantes no ganan a nadie en odio ni deseo de venganza, incluso contra sí mismos, pero aúnan fuerzas ante cualquier extranjero antes de volverse los unos contra los otros para despedazarse de nuevo. Ocupar militarmente la zona es poco atractivo para cualquiera, ante los escasos recursos del terreno cuya mejor producción son las plantaciones de opio que ocupan más extensión que las de coca en Iberoamérica y producen más del 90% de la heroína consumida en el mundo.
Pero ni la plaga de la droga parece ser suficiente para cuadrar los números a la hora de dedicar soldados y fondos al Afganistán, donde hasta ahora nadie ha sido capaz de convencer al campesino afgano para que cultive hortalizas en vez de amapolas, especialmente porque el precio de las hortalizas seguro que es mucho más bajo que el de la materia prima para la heroína.
La retirada, que se ha de completar en el 20 aniversario del 11/9, se ha realizado ya prácticamente, porque al desmantelar la base de Bagram, tan solo quedan en el país unos pocos soldados norteamericanos.
Ahora, Estados Unidos abandona el Afganistán como abandonó el Vietnam: derrotado militarmente y sin éxitos diplomáticos. Pero esta vez será peor: en Vietnam, los vencedores del norte tardaron dos años en ocupar el sur y tomar control de su capital Saigón, pero los talibanes no van a tardar ni seis meses en recuperar el control de todo Afganistán.
Estas dos situaciones tienen puntos en común, no solo por la resistencia encarnizada de sus rivales, sino incluso históricos: Cuando lanzó la campaña afgana, Rumsfeld creyó que podría evitar el fracaso de otros invasores a base de pequeñas unidades de combate aliadas con las fuerzas locales… pero olvidó que precisamente ésta fue la estrategia seguida en Vietnam al comienzo de la ocupación norteamericana.
En su día, la expedición afgana tenía en ascuas al país y las ruedas de prensa de Rumsfeld eran una atracción televisiva. Pero como tantas cosas en esta cambiante y dinámica sociedad, esto es agua pasada, no solo porque aquí la capacidad de atención es corta, sino porque los fracasos tienen poca clientela y la agitación política de la era Trump unida a las angustias de la pandemia han borrado al Afganistán del radar de la opinión pública norteamericana.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.