En el tiempo que ha transcurrido desde los peores momentos del parón económico provocado por la pandemia, han aparecido unas enormes diferencias en las cifras económicas: los estados gobernados por republicanos han conseguido bajar el desempleo y viven en una etapa de fuerte recuperación, mientras que los demócratas mantienen índices de desempleo muy altos.
Washington, Diana Negre*
Si alguien creyó que la llegada a la Casa Blanca de John Biden, un hombre de modales afables que enarbola diariamente la bandera del compromiso, serviría para reducir las divisiones del país y acercar a las dos vertientes ideológicas del país, habrá quedado decepcionado.
Porque los estados de tendencia republicana siguen siendo los mismos de antes y con las ideas de hace pocos meses, mientras que otro tanto sucede en los que apoyan los programas demócratas, igualmente afincados en unas ideas opuestas a la otra mitad del país.
En el tiempo que ha transcurrido desde los peores momentos del parón económico provocado por la pandemia, han aparecido unas enormes diferencias en las cifras económicas: los estados gobernados por republicanos han conseguido bajar el desempleo y viven en una etapa de fuerte recuperación, mientras que los demócratas mantienen índices de desempleo muy altos.
Así, estados como Idaho, Alabama, Utah o Montana, han eliminado prácticamente el desempleo surgido durante la pandemia, pues sus porcentajes de paro se hallan entre el 2.5% y el 3.7%, unos niveles semejantes a los existentes antes de la aparición del Covid.
En cambio, el desempleo es casi el doble, entre un 7.2% y un 7.9 ¡, en estados como Connecticut, Hawaii o California.
Lo que tienen en común el primer grupo de estados es un gobierno republicano, mientras que el segundo grupo está gobernado por los demócratas. Muchos atribuyen esta diferencia a las medidas de apoyo a los desempleados en los estados demócratas, pues creen que podrían haber frenado el deseo de la población a volver a su trabajo.
El motivo de esta desgana laboral podría ser la generosidad de los subsidios de desempleo, a menudo superiores a los ingresos obtenidos con el trabajo. Es una hipótesis que se pondrá a prueba este otoño, cuando desaparezcan estas subvenciones y sea preciso volver al medio habitual de ganarse la vida.
Pero las diferencias no se limitan a esta cuestión, sino que repercuten también en otras cifras macroeconómicas, como la inflación, que no se reparte de manera uniforme, sino que representa una amenaza en los lugares de más recuperación, mientras que apenas existe en los que siguen con altos índices de paro.
Esto significa que la política del gobierno central tiene repercusiones opuestas en una parte y otra del país: mientras unos preferirían una subida de tipos de interés para evitar la inflación, los otros quisieran mantener la política del momento, destinada a reavivar la economía.
Se da la coincidencia de que el gobierno federal se fija más en los estados con problemas económicos, que son en su mayoría los de gobiernos demócratas. No son necesariamente intereses partidistas lo que determinan esta política, sino que lo estados rezagados son los mayores como California, New Jersey o Nueva York. Esta política económica, que favorece la expansión, preocupa en los estados de fuerte crecimiento, que están menos poblados y tienen menos peso en el conjunto económico.
Se puede comprender que el gobierno federal se rija por la situación de los estados de mayor peso económico, pero como sus líderes del momento son demócrata, es inevitable que los estados en que empieza a apuntar la inflación, se sientan desatendidos. Es inevitable que la situación aumente las diferencias y enfrentamientos entre las Américas, una conservadora y de población más reducida, y otra progresista y con grandes concentraciones urbanas. El cambio de un presidente pugnaz a otro de tono conciliador, no puede superar estas diferencias.
Curiosamente, se produce también a veces una dicotomía entre las preferencias presidenciales y las locales: hay quienes detestan a Trump por sus malos modales y votaron en favor de un presidente demócrata para librarse de él, pero no por ello han cambiado su visión del mundo ni han abandonado su voto conservador. Lo que ocurre es que dan este voto a las autoridades locales , es decir, sus legisladores en el Congreso y el gobernador de su estado., con lo que su voto se divide entre ambos partidos,: uno, ,demócrata, para la Casa Blanca y otro, republicano, para el gobierno local.
No ha pasado ahora ni un año de las elecciones presidenciales -y menos aún de la toma de posesión del actual gobierno monocolor demócrata, de forma que es difícil augurar si las próximas elecciones legislativas de noviembre del año próximo seguirán el patrón habitual de castigar al partido de la Casa Blanca, o si, por el contrario, los demócratas se beneficiarán de la recuperación económica después del Covid y de la corriente anti-Trump del año pasado.
Faltan más de quince meses para esos comicios, un tiempo larguísimo para la realidad política norteamericana. Pero si se mantiene el patrón habitual, en que el partido que ocupa la Casa Blanca pierde escaños en el Congreso, es muy probable que los republicanos recuperen las dos Cámaras legislativas en que los demócratas tienen una escasa ventaja: están empatados 50-50 en el Senado, y tan solo tienen una mayoría de 6 escaños en la Cámara.
Por otra parte, si las tendencias económicas en estados republicanos y demócratas siguen su divergencia, podría ser que los republicanos aumenten todavía más la ventaja que llevan en este campo, donde ahora ocupan 27 de los 50 gobiernos estatales.
De recuperar las mayorías legislativas, los republicanos no solamente pondrían freno a las grandes ambiciones desplegadas por los demócratas desde que controlan el Congreso, sino que dejaría prácticamente paralizado al gobierno federal, frenado por la oposición legislativa.
La experiencia muestra que esta situación no es necesariamente mala para los presidentes: puede ocurrir, como fue el caso de Bill Clinton, que la necesidad de colaborar con la oposición lo lleve más al centro y al compromiso político, algo que a los electores les gustó en el caso de Clinton y le permitió, a pesar de sus escándalos eróticos, ganar la reelección y gozar de elevados índices de popularidad.
Y esto no sería bueno solamente para Biden, sino para la posición global de Estados Unidos que se enfrenta en estos momentos a China, el mayor rival que ha tenido hasta ahora, pues a diferencia de su otrora rival hegemónico, la URSS, Pekín es también un gigante económicos y pone a prueba los recursos de Washington mucho más que en su día el imperio soviético: Un presidente menos acuciado por las luchas internas, tendría el sosiego para buscar fórmulas de ganar la colaboración de sus aliados y enfrentarse a la nueva amenaza que Pekín puede representar, no solo para Estados Unidos, sino para toda la estructura democrática occidental.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.