Y todos estos cambios no son pasajeros, sino que apuntan a una restructuración de servicios y una nueva forma de vivir y trabajar. ¿Mejor o peor? Quizá la mejor respuesta es el “cristal con que se mira” del que ya nos habló Campoamor hace casi dos siglos.
Washington, Diana Negre*
A los tres años de estallar la pandemia del Covid, la incidencia de la enfermedad ha bajado mucho y las perspectivas de superarla han aumentado, pero una serie de cambios en la vida diaria norteamericana son permanentes con toda probabilidad y marcarán un antes y un después.
Uno de estos cambios en las grandes ciudades es el transporte público que ahora utiliza mucha menos gente. Ello se debe a que muchas oficinas permiten a sus empleados trabajar desde casa algunos días a la semana, generalmente lunes y viernes por lo menos, de forma que los metros y autobuses solo van llenos de martes a jueves, es decir, 3 en vez de 5 días a la semana.
La primera consecuencia, es que los pasajeros se puedan sentar, lo que es muy agradable. Pero la otra cara de la medalla es que la falta de público fomenta también la delincuencia y la seguridad de transporte es menor. Esto engendra un círculo vicioso porque los clientes se atemorizan y tratan de utilizar el coche para ir a trabajar, con lo que hay aún menos pasajeros y las carreteras tienen más tráfico.
Pero el principal perjudicado es la red de autobuses y metros, que generalmente ya recibía subvenciones y ahora es mucho más deficitaria que antes. Ante la falta de ingresos, las diversas administraciones estudian fórmulas para recortar los servicios y reducir el número de trenes en funcionamiento…además de aumentar sus tarifas para compensar la pérdida de clientela.
Como en tantas otras cosas, quienes más pierden son los más débiles en el eslabón económico: los obreros y trabajadores obligados a usar el transporte público, por el que habrán de pagar más y recibir a cambio menos prestaciones. Y son quienes no pueden trabajar desde su casa
También han desaparecido otras cosas: las bibliotecas, por ejemplo, ya no reciben los libros porque aseguran que todo está digitalizado. Naturalmente, no es así y muchos libros antiguos simplemente se pierden porque desaparecen bibliotecas privadas y sus propietarios no tienen más remedio que venderlos a peso o simplemente tirarlos a la basura cuando se mudan a casas más pequeñas o cuando sus herederos no saben qué hacer con la biblioteca.
La vida artística también es diferente: aunque los teatros han vuelto a abrir, las precauciones que aún se toman, el temor a nuevos contagios y la inercia establecida en estos casi tres años de Covid, han llevado a una gran reducción en la asistencia a todo tipo de actos. Incluso las clases de música se dan ahora con frecuencia a través de móviles y ordenadores, algo que no disgusta del todo a los artistas que se sienten más libres para sus actividades privadas.
La medicina es otra área, tal vez sorprendente. Uno imaginaba antes de la pandemia que el contacto personal entre médico y paciente era esencial, pero este contacto se limita ahora con mucha frecuencia al teléfono móvil. Económicamente, es un arma de dos filos: por una parte, muchos médicos se alegran de poder “visitar” desde una poltrona de su casa a varios enfermos cada hora y tener unos ingresos con poco gasto administrativo y menos esfuerzo personal.
Por la otra, en un país de medicina tan cara, esto ha dado lugar a múltiples empresas médicas a distancia, a unos precios muy asequibles. Por una fracción de lo que se paga por una visita médica, la gente contrata servicios regulares con estas empresas que piden al paciente que se tome el pulso o la presión y con frecuencia ni hace falta que vaya al laboratorio para los análisis: sale más barato enviar a un técnico a casa del paciente que tener una oficina abierta para estos clientes. Las conversaciones con el médico se hacen a través de las pantallas de teléfono o el ordenador y, con un poco de suerte, el diagnóstico coincide con la realidad.
Para darse una idea de la disparidad de precios, una visita privada puede valer entre 200 y hasta 500 $, pero muchas de estas empresas solo piden unos 40$ mensuales por visitas ilimitadas. Con los laboratorios ocurre otro tanto: el incauto que va a que le analicen la sangre sin la protección de un seguro, puede pagar varios cientos de dólares por un análisis básico, que en las tarifas de las aseguradoras no acostumbra a llegar a los 50$. Probablemente el precio de enviar a casa a un técnico que haga la extracción y la mande al laboratorio es todavía menor.
Igual que en el transporte público, esta nueva modalidad a distancia encarece aún más los ya astronómicos precios de los servicios tradicionales, porque los hospitales y salas de emergencia deben mantener las mismas instalaciones para una clientela muy reducida. Y las consecuencias son ya evidentes: los centros de bajo coste para personas sin seguro o sin recursos, ahora tardan mucho más en dar horas de visita.
Y todos estos cambios no son pasajeros, sino que apuntan a una restructuración de servicios y una nueva forma de vivir y trabajar. ¿Mejor o peor? Quizá la mejor respuesta es el “cristal con que se mira” del que ya nos habló Campoamor hace casi dos siglos.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.