La política antiterrorista en Afganistán sigue tan empantanada como el día en que, hace ahora 20 años, 19 terroristas secuestraron 4 aviones en Estados Unidos y mataron a casi tres mil personas.
Washington, Diana Negre*
La poco feliz historia de las secuelas de los ataques del 11/9 hace 20 años se parece de alguna forma al Juego de la Oca, pero solo en el salto de una casilla a otra igual: en cuestión de avanzar, la política antiterrorista en Afganistán sigue tan empantanada como el día en que, hace ahora 20 años, 19 terroristas secuestraron 4 aviones en Estados Unidos y mataron a casi tres mil personas.
La guerra de Afganistán es la más larga en la historia del país, pero después de miles de vidas norteamericanas y un par de billones de dólares, el país se encuentra al final de un circulo completo que le ha llevado al mismo sitio desde el que partió: los que mandaban antes en Afganistán vuelven a mandar hoy, Estados Unidos no ha conseguido garantías contra el terrorismo y se mantiene el riesgo de otros ataques.
Porque los norteamericanos invadieron el Afganistán para castigar a quienes habían acogido a los terroristas que mataron a casi tres mil personas hace 20 años y para impedir nuevos ataques desde un avispero en el que se alojaban los fundamentalistas islámicos que planearon y realizaron los ataques contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington.
Desde el punto de vista de los terroristas, sus ataques fueron un gran éxito: cambiaron para siempre la vida en Estados Unidos, cuyos ciudadanos perdieron las libertades de que gozaban hasta entonces para protegerse del terrorismo, pero sin garantizar la seguridad ante posibles nuevas amenazas ni eliminar los focos extremismo musulmán.
Al contrario: el régimen afgano que albergó a los terroristas de Al Qaeda por aquel entonces ha vuelto al poder, pero con más experiencia y con los miles de armas y material bélico abandonados por Estados Unidos en su apresurada retirada de Afganistán. Es posible que los caudillos afganos vean a los norteamericanos como un gigante con pies de barro y que ello de pie, si no a más ataques, al menos a muchos más conatos de debilitar a Estados Unidos y a nuevas alianzas contra el sistema de vida y valores occidentales.
Nada nuevo en esto: recordemos que Jhomeini, el primer ayatolá en suceder al Shah de Persia, hablaba de EE.UU. como “el gran Satán”.
En la Casa Blanca vive hoy un presidente que, si bien cuando era senador votó en favor de la guerra del Afganistán y posteriormente también dio apoyo al ataque contra el Irak para proteger a Estados Unidos y al mundo de las inexistentes “armas de destrucción masiva” que según el gobierno norteamericano de entonces poseía el líder iraquí Saddam Hussein, ahora no quiere más aventuras exteriores.
Joe Biden quiere dedicarse a lamer sus heridas militares y modificar la sociedad norteamericana con programas sociales que endeudarán al país por un tiempo muy largo pero de los que espera el nacimiento de una nueva era de amor socialista y armonía racial.
Para Biden, el Afganistán podría ser una versión moderna del fiasco de los rehenes norteamericanos en la época de Jimmy Carter, quien envió una flotilla aérea insuficiente para rescatarlos del Irán. En el caso de Biden, le acusan de haber salido precipitadamente sin proteger la vida de ciudadanos y aliados norteamericanos.
Algunos ven en la coyuntura política del momento el principio del fin del imperio americano, al que ven abocado a su disolución como una Roma moderna. Otros la ven como la decadencia de toda la cultura del mundo occidental que duda hoy de los valores que la animaban en sus momentos de auge.
También hay quienes esperan una nueva versión de lo que el presidente Reagan llamaba “la ciudad que brilla desde la colina”, esta vez no con los valores tradicionales norteamericanos, sino como una nueva versión de la Revolución Francesa, con unos jacobinos que rechazan el bienestar conseguido por sus elites en pos de una nueva sociedad en que los valores de las minorías pobres se convierten en la luz que ilumina sus nuevos destinos.
Esta minoría pobre de hoy la forman los inmigrantes que se apiñan en la frontera mejicana, en una versión moderna de las “pobres masas apiñadas” del siglo XIX, a las que llamaba en silencio la Estatua de la Libertad desde la costa neoyorkina.
Hoy, como entonces, estos inmigrantes llegan en busca de una vida mejor. Pero hoy, a diferencia de entonces, América ya no está segura de sí misma.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.