Ya en sus primeros tiempos hubo en Estados Unidos un acercamiento al poder por parte de miembros de la misma familia, cuando John Quincy Adams se convirtió en presidente 24 años después de su padre John Adams quien, tras haber sido vicepresidente con George Washington, se convirtió en el segundo presidente de Estados Unidos.
Washington, Diana Negre*
Las dinastías han existido en países de todas latitudes y han llevado a unas pocas familias a sus máximas instancias de gobierno, pero nadie las sitúa en el hemisferio americano, donde tras época colonial se instauraron repúblicas en todo el continente.
Especialmente en el estado más estable y poderoso, que son los Estados Unidos, donde hasta ahora ha habido 46 presidentes elegidos de manera democrática en atención a sus méritos y sus promesas, pero no su origen familiar.
Pero las cosas han ido cambiando y en EEUU se han ido formando dinastías cuyos miembros tienen muchas más posibilidades que el resto de los mortales de conseguir la presidencia del país.
Ya en sus primeros tiempos hubo en Estados Unidos un acercamiento al poder por parte de miembros de la misma familia, cuando John Quincy Adams se convirtió en presidente 24 años después de su padre John Adams quien, tras haber sido vicepresidente con George Washington, se convirtió en el segundo presidente de Estados Unidos.
Pasó mucho tiempo, nada menos que 76 años, hasta la entrada de la siguiente dinastía, la familia Roosevelt, cuando un primo del presidente Theodore Roosevelt ocupó la Casa Blanca. Se trataba de Frank D. Roosevelt, el hombre que ocupó el Despacho Oval por más tiempo, pues estuvo al frente del país desde 1932 hasta 1945. Fueron los años turbulentos que siguieron a la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial.
No fueron unas elecciones, sino la muerte quien lo alejó de la Casa Blanca. Su permanencia en el poder fue tan larga que se enmendó la Constitución para limitar a dos términos el mandato presidencial, de forma que nadie puede ser presidente más allá de ocho años.
Si pasaron 75 años entre los Adams y los Roosevelt, la corriente dinástico-política se aceleró e intensificó después: tan solo pasaron 15 años hasta la llegada al poder del presidente John F. Kennedy, asesinado en 1963, el primero de una nueva dinastía, que en realidad tuvo como prólogo a su padre Joe Kennedy como embajador en Londres. Aunque ningún otro Kennedy haya llegado a la Casa Blanca, no han faltado los intentos: primero parecía que su hermano, Robert, ministro de Justicia, tenía posibilidades de sucederle, pero también él fue asesinado.
Un tercer hermano mucho más joven, Edward (Ted) Kennedy, tuvo que conformarse muy a pesar suyo con el cargo de senador. Renunció a sus ambiciones presidenciales a causa de un escándalo que envolvió a una mujer que no era la suya, a la que dejó morir en el coche en que ambos circulaban y que se hundió en las aguas de Chappaquidick, junto a su lugar de vacaciones en Massachussets.
Pero Ted Kennedy tuvo en la práctica un cargo vitalicio y nadie disputó su derecho a mantener su escaño senatorial hasta sus últimos días. Otros miembros de la familia han seguido igualmente presentes en diversos cargos. Incluso la hija menor del asesinado presidente Kennedy, Caroline Kennedy, ha ostentado cargos públicos como embajadora ante el Japón y actualmente ante Australia, a pesar de que durante toda su vida no hizo más que ocuparse de su familia y vida social.
Otros miembros de la familia ocupan diversos cargos públicos y nadie descarta que alguno de ellos, una vez acumulada suficiente experiencia, persiga nuevas ambiciones presidenciales.
Poco después de la entrada de la dinastía Kennedy fue el turno de los Bush, una dinastía política por antonomasia: no solamente dos de ellos fueron presidentes, sino que se trataba de padre e hijo y, de no haber sido por Donald Trump, otro hijo habría tenido buenas posibilidades de ocupar la Casa Blanca también.
En este caso, primero llegó a la Oficina Oval George Herbert Walker Bush en 1988, seguido, con tan solo el intervalo de un presidente por su hijo George W Bush, de 2000 a 2008. Tras la presidencia de Barak Obama, otro Bush fue también candidato presidencial.
Jeb Bush, ex gobernador de Florida, hijo y hermano de los dos primeros Bush, tenía buenas posibilidades de ganar, pero Donald Trump le cerró el camino. Otros miembros de la familia se han presentado para diversos cargos, aunque de momento ninguno ha aspirado por el momento a la presidencia.
Otros políticos están en la cola para entrar en dinastías políticas: primero la mujer del ex presidente Bill Clinton, Hillary Rodham Clinton, quien ya fue candidata en 2016 y no parece haber renunciado totalmente al cargo. Incluso su hija Chelsea Clinton, quien hasta ahora no ha ocupado ningún cargo, podría tener alguna posibilidad de aspirar a la primera magistratura. A fin de cuentas, su apellido le valió contratos para escribir en algunos medios informativos con unos honorarios muy elevados, a pesar de su escasa resonancia y nula experiencia.
Otro tanto ocurre con la mujer del expresidente Barak Obama, quien ocupó la Casa Blanca de 2008 a 2016: su esposa Michelle Obama gozaba de gran popularidad y pocos descartan que tendría posibilidades de ganar unas elecciones primarias y aspirar a la presidencia.
También el vicepresidente Cheney abrió una dinastía, a pesar de que él mismo no ocupara jamás el Despacho Oval. El apellido Cheney ayudó a su hija, Liz Cheney, a ganar un escaño en el estado de Wyoming, de donde proviene su padre. Es un escaño que acaba de perder en las elecciones primarias, pero ya ha anunciado que tiene aspiraciones presidenciales y que podría presentar su candidatura dentro de dos años.
Más allá de estas familias, se halla la del expresidente Donald Trump: su hija Ivanka podría aspirar a seguir el camino de su padre, o quizá una de sus nueras, Lara Trump, quien da muestras de tener una personalidad menos conflictiva que su suegro.
Pero la entrada en este mundo exclusivo y reducido es casi imposible sin el apoyo de elementos de tanta fuerza como los medios informativos y lo que se ha dado por llamar “el estado profundo”, de gentes bien conectadas y con gran experiencia administrativa.
A falta de este apoyo, no es imposible llegar a la presidencia, como demostró Donald Trump, pero sus cuatro años en la Casa Blanca fueron una persecución constante por parte de la mayoría de los medios de comunicación y del aparato administrativo, con acusaciones de traición y abuso de poder que nunca se pudieron confirmar a pesar de largas y múltiples investigaciones , pero que ahora se hacen revivir con dos fines: uno, descubrir posibles acciones ilegales en su anterior etapa de gobierno o en sus propias empresas; y otra, más importante, evitar su regreso a la Casa Blanca.
En realidad, una segunda presidencia de Trump es improbable porque cuesta imaginar que tendría suficientes votos independientes, pero la entrada de sus familiares en la “clase presidencial” es muy posible y las acciones legales que se puedan emprender contra Trump no les cerrarían el camino. Al contrario, les podría rodear de una aureola de martirio y garantizarles así los votos de los entusiastas y frustrados seguidores de Trump.
*Diana Negre, periodista, escritora, editora, veterana excorresponsal en la Casa Blanca de múltiples medios en Europa y América Latina.