Nalby Isabel Rodríguez Hernández, y Rodolfo Pou, mientras conversan animadamente en el encuentro.

Conversaciones con la Diáspora (1-4)

Por Rodolfo R. Pou

La brisa cortaba el Bulevar que divide la ciudad del agua, mientras esperaba por mi conversación. Tenía tiempo sin escuchar los míos. Pero ya era hora de regresar a ellos. Sus historias siempre me han nutrido, dado fe y sabiduría. Pero más que ello, me han cedido la potestad necesaria para hablar y accionar en su nombre. Llegué temprano al lugar de encuentro, aunque todo esto que he estado haciendo en los últimos años, pareciera haberme llegado un tanto tarde.

Debí comenzarlo antes. Pero qué más da, sí sé que mi tiempo no es el tiempo de otros, aunque si el mío para ellos. Me senté en el café que acordamos. Un coqueto lugar que quería ser de aquí, sin poderlo. Quería ser mío sin serlo. Inmigrantes títulos y ofertas en su menú y un exótico servicio en sus atenciones.

Lo acepto. Es novedoso. Los timbres de voces diferentes al mío, inundan el aire. Pero eso ya lo esperaba. Nada de aquí es de aquí. Todo vino de otro lugar. De otro tiempo. Pues los hijos de América, no nacieron en ella. Llegaron de otras partes.

Algunos vinimos, a otros nos trajeron, pero aquellos a quien el destino obligó a desprenderse de todo lo que conocía, para llegar hasta estas tierras y ser parte de su tejido e historia, ¿esos?, esos son los indispensables. Esperé por la llegada de Nalby, a pesar de que no estaba tarde. Una dominicana que como joven, nunca soñó con venir, ni mucho menos tuvo intención de ello. Hay una generación de los que estamos aquí, que somos producto de la eventualidad de nuestras familias, naciones de origen y por qué no, hasta de la agenda de América.

Alguien entra por la puerta. “Hola Rodolfo”, dice ella. “Hola Nalby”, digo yo. La mujer de jovial energía y agradable vibra, se muestra dispuesta a conversar. Se quita la mascarilla, nos saludamos y luego nos abrazamos con la mirada, como si tuviéramos experiencias compartidas. La mesera no tarda en acercarse, y nos recomienda chocolate caliente, ya que afuera comenzaba a llover.

Superamos el arisco inicial, citando a la persona que nos había conectado, pues en verdad no nos conocemos. Fuimos referidos el uno al otro, por Ángela, quien es amiga mutua. Nos acomodamos, absorbemos los colores y la escala del lugar, y por un instante, soy yo el que se encuentra contando mi historia. Ambos serios aún. Pero con calidez en el ambiente, nos reímos con vergüenza e iniciamos.

Aunque nació en el barrio capitaleño de Cristo Rey, se considera hija del Abanico de Herrera. Lugar donde se mudaran cuando apenas eran niños, ella, sus tres hermanas y un varón. Cualquier otra persona excluiría el dato de Cristo Rey.

De haber nacido por la Ovando o la 40, parecería no sumarle a la historia, pero ese gesto sería el acto inicial que la delataría. La importancia de la procedencia. De saber de dónde vienes. Parece tenerlo siempre presente.

Llegaron al huérfano sector del Abanico, como pioneros y exploradores, a una de tan solo tres casas, que compartían la explanada que con los años sería absorbido por el barrio. Ella y sus hermanos, crecerían con el sector, y el sector alrededor de ellos.

Su papá, era de Moca y sus camiones. Perfil de hombre de trabajo, en una época donde portar uniforme o licencia, era profesión y respeto. Su mamá, de Mao y su casa. Entregada a más trabajos que hijos, y menos planes que las ruedas del camión de su marido. Ambos padres queridos y ambos queridos padres. Entregados a sus hijos.

De gran integración familiar. De esa que sólo arroja buenos recuerdos y cuyas celebraciones todas parecían aguinaldos, aún sin estar en época de pascua. Así recuerda su niñez. Una llena de felicidad. Con sus hermanos. Con familiares………Continuará.